REPUBLICA CENTROAFRICANA. La revista Forbes International publicaba el pasado enero su famosa lista de los países más felices. Los primeros puestos aparecieron copados por estados europeos. Como colista, el que hoy nos ocupa: República Centroafricana.

Desde su independencia en 1958, este país cuya superficie es equiparable a la de Francia, su antigua metrópoli, no ha podido disfrutar ni una sola década de democracia. Ni siquiera de paz. Con unas reservas de oro, diamantes y uranio que se encuentran entre las mayores del mundo, la República Centroafricana ocupa el puesto 180 de 187 en el Índice de Desarrollo Humano, su esperanza de vida no supera los cincuenta años y más del 60% de su población vive por debajo del umbral de la pobreza. Según un estudio conjunto del Gobierno, las ONG y la ONU, más de un millón de personas está en riesgo de malnutrición y según el Programa Mundial de Alimentos la situación puede agravarse a partir de enero de 2014.

Pero ¿Qué está pasando en este país olvidado? Eugene Richard Gasana, embajador de Ruanda, declaró tras el último Congreso de Seguridad “lo que está sucediendo allí me recuerda mucho a lo que nos pasó a nosotros en 1994”. Y no es para menos. La guerra, desencadenada por el golpe de estado llevado a cabo por el presidente Djotodia en marzo, ha empujado a más de 227.000 personas a abandonar sus hogares, y a más de 60.000 a emigrar en un país que apenas supera los cuatro millones de habitantes.

Todo comenzó en diciembre de 2012, cuando la coalición Séléka (alianza en la lengua local) se levantó contra el entonces presidente, François Boazizé, alcanzando un alto el fuego en enero de este mismo año. En marzo, el acuerdo se revelaría inútil, y los rebeldes asestaron el golpe definitivo al dictador, que tuvo que exiliarse. Desde entonces, el país está sumido en el más absoluto caos: el nuevo presidente, Michel Djotodia, suspendió todos los organismos democráticos de cara a unas hipotéticas elecciones que tendrían lugar en 2016 y atacó a sus opositores, que plantaron cara. Séléka está formada por una miriada de grupos armados, y no todos reconocen el mandato del gobierno, mientras algunos se han acabado integrando en el ejército regular. Los caudillos al mando de las partidas han terminado acaparando el poder en las zonas que dominan y aplicando su ley a voluntad, proliferando todo tipo de violaciones de los derechos humanos. Ante ellos, bandidos, señores de la guerra, mercenarios de Chad y Darfur con sus jefes como única autoridad y rebeldes hacen lo propio en las regiones en su poder.

Por si fuera poco, el conflicto ha tomado una dimensión religiosa: aunque el 80% de los centroafricanos profesa el cristianismo, muchos de los miembros de Séléka son musulmanes. Provenientes del norte del país, una zona abandonada por los sucesivos gobiernos, se suceden los ataques a iglesias y organizaciones cristianas, respondidos con igual ferocidad. Bangui, antaño una de las capitales más seguras del continente, se ha convertido en escenario de una espiral de violencia que parece no tener fin.

La respuesta internacional a duras penas podía haber sido más tibia. El Consejo de Seguridad de la ONU ha aprobado el envío de unos 250 “cascos azules” para proteger a los trabajadores extranjeros, pero a día de hoy, y al margen de un contingente de la Unión Africana (no supone ni una división completa y carece de entrenamiento y medios logísticos y económicos), sólo hay declaraciones condenatorias por parte del secretario general de la ONU Ban Ki-Moon que sugieren el envío de seis mil militares más. Francia ya ha descartado una intervención similar a la llevada a cabo en Mali, y la Unión Africana se ha mostrado reticente a dejar el asunto en manos extranjeras. Una posible solución sería crear un fondo común de apoyo a la MISCA (siglas en francés de Misión Internacional de Apoyo en República Centroafricana), aunque la mejor opción parece una operación combinada como ya tuviera lugar en Somalia.

Urge una acción decidida y directa ante un escenario como este, donde desde Unicef se ha denunciado recientemente el reclutamiento de unos seis mil niños soldado.