A lo largo de la historia, la naturaleza ha sido la mayor fuente proveedora de materia prima para la industria y producción de artículos de consumo que, en relación a la demanda y la necesidad, debería explotarse adecuadamente velando porque se le conceda tiempo para recuperarse y así mantenerse en un balance existencial. Lamentablemente, esta expectativa ya no es prioridad ante la voracidad manifiesta de quienes han sido invadidos por la ambición económica que, sin prever las consecuencias, mutilan desproporcionadamente el sistema ecológico hoy por hoy, casi al colapso total. Esta triste y lamentable experiencia es sufrida en la actualidad en diversos lares de la tierra, con las nefastas consecuencias ambientales, el aumento en las tasas de hambruna, muerte y precaria calidad de vida.
Aunque muchas de las actividades de explotación sean justificadas y maquilladas como necesidades ingentes, es obvio que detrás de ello existen intereses escondidos y malas prácticas a fin de lograr los propósitos previstos por parte de empresas transnacionales que persiguen únicamente su beneficio, ignorando las graves consecuencias ecológicas y humanas que a la postre serán calamitosas.
En los últimos años, América Latina ha sido invadida por empresas dedicadas a la explotación de los recursos naturales que son parte de la riqueza de los pueblos de este lado del mundo y aprovechándose de los conflictos políticos que se han incrementado en muchos de los países de este lado del mundo, logran concesiones privilegiadas mediante negociaciones poco honestas y a espaldas de la población, a la que según los preceptos constitucionales, por ser actividades de alto impacto, debería consultársele, algo que no sucede.
Guatemala, un país integrado a la unión centroamericana, es uno de los que a la fecha está siendo explotado en grandes proporciones con proyectos de minería, deforestación y construcción de hidroeléctricas aún sin explicación concreta, además de estar siendo fuente de abusos en franco desafío a los derechos naturales de pueblos campesinos que son afectados directamente y constituidos en víctimas de despojo ilegal. Efectivamente, para la explotación minera se les despoja de sus tierras mediante la justificación estatal de ser áreas usufructuadas u ociosas, en el mayor de los casos, pero generalmente son desalojados mediante la fuerza pública y obligados a vivir como mendigos en su propio país.
En el caso de las hidroeléctricas, se hace obvio el hecho de que en realidad no lo son, pues se cuenta con suficiente capacidad de producción al punto de que se vende energía eléctrica a los países vecinos y dadas las evidencias de las áreas y forma de actuar, se especula que con estos megaproyectos se pretende acumular el vital líquido en propiedades privadas a fin de comercializarla cuando este recurso sea limitado. A esto se suman los desvíos de ríos que sin control se realizan para los mismos fines, todo lo cual ha propiciado una lucha de una gran mayoría de pobladores rurales que apresuran al gobierno a procurar el respeto a la naturaleza y a los derechos humanos de la población afectada.
He referido Guatemala como un ejemplo, pues es el país en donde vivo y en el que he sido testigo de esa lucha por preservar los recursos naturales, aunque la corrupción ha alcanzado grandes proporciones y se hace cuesta arriba el cumplimiento de las leyes inherentes al respeto a la naturaleza. Lo cierto es que cada vez y apresuradamente, este y muchos países se están convirtiendo en desiertos.