ESPAÑA. Está empezando a ser corriente lo que debería quedarse en una actuación excepcional. El presidente del Gobierno parece haberle cogido cierto cariño al discurso frente a una cámara…para después darle al botón de grabar y luego pulsar play ante la prensa. “Que me vean, que me escuchen…pero que no me pregunten”, debe de pensar.
Cuando el escándalo de Luis Bárcenas salpicó a la cúpula del partido en el gobierno, hace ya algunos meses, Rajoy se defendió con un silencio prolongado y poniendo pantalla de por medio. Si antes había preguntas incómodas a las que contestaba con más o menos ingenio, parece que el departamento de I+D de Génova ha descubierto la fórmula para evitar posibles patones dialécticos.
¿Acaso los políticos españoles temen a la prensa? No deberían. Alguien podría recordarles a los señores diputados, a los señores senadores y a todos los que desempeñan un cargo público que los periodistas trabajan para informar a los ciudadanos. No están dejando de contestar a los medios, están negándoles respuestas a la sociedad.
Y un olvido nos lleva a otro. Porque no recordar su obligación de dar explicaciones tiene mucho que ver con obviar el hecho de que el ritmo de producción de escándalos de corte corrupto Made in Spain es extraordinario. Y digo extraordinario con el sentido negativo aplicado a la palabra. Es extraordinario comparado con los países de nuestro entorno (recordemos que en Reino Unido algún político ha dimitido por ser multado por una infracción de tráfico, y en Alemania otros lo han hecho por plagios doctorales).
Y además no deja de ser inaceptable. Según los datos ofrecidos por la organización Transparencia Internacional sobre corrupción en el mundo en el año 2012, España se sitúa en el puesto 30 del ranking. Hay, como suele ocurrir con las listas, dos formas de leer este número: como un triunfo o como un fracaso. Todo dependerá de con qué país comparemos.
En las últimas semanas los periódicos han publicado fotografías de un presidente de una Junta tomando el sol en el barco de un narcotraficante, ahora en prisión; han titulado noticias acerca de supuestos pagos de –atención al gasto- clases de golf con dinero público para un ex presidente y su esposa, de EREs irregulares, del próximo paseíllo de la Infanta Elena en los juzgados de Palma…
Todo lo mencionado ha dejado de ser excepcional para convertirse en lo corriente, con el peligro de universalización que esta situación conlleva. No se trata, por supuesto, de señalar con el dedo acusador a cada una de las personas que gestiona la cosa pública, pero cuando el objetivo es mejorar, la crítica, entendida de manera constructiva, debe utilizarse para corregir los errores y no repetirlos en el futuro.
Y será el futuro el que nos dirá si ver a Mariano Rajoy enjaulado en una pantalla de plasma cada vez que habla en la sede del PP es excepcional o se convierte en costumbre.