GLOBAL. Brasil y Turquía son los dos últimos países que se han sumado al escenario mundial de movilizaciones y protestas espontáneas de carácter pacífico marcadas por el indiscutible e imparable protagonismo de la ciudadanía. El clamor de miles de manifestantes en las calles de las ciudades más emblemáticas de ambos estados como Sao Paulo, Río de Janeiro, Estambul y Ankara han convertido estas urbes en nuevas piezas de un gran puzle internacional de hartazgo y descontento social que irrumpió a principios de 2011, marcando el comienzo de los que ya se conocen como movimientos sociales de nueva generación, cuya expansión y repercusiones continúan en la actualidad.
El punto de partida de los mismos fue la llamada Primavera Árabe en los países del Magreb (Túnez, Libia, Egipto, Marruecos) y Oriente Próximo (Yemen y Bahrein), y han seguido extendiéndose, cronológicamente, por Europa (Movimiento del 15-M e Indignados en España como el ejemplo más emblemático), Chile y México, con protestas estudiantiles sin precedentes, Estados Unidos (Movimiento Ocuppy Wall Street) y la movilización mundial del 15-0. Ésta última, en forma de manifestaciones masivas y reproduciendo el caso español, tuvo lugar el 15 de octubre de 2011 en más de un millar de ciudades de 90 países de los cinco continentes bajo el lema “Unidos por un cambio global”.
Más allá de su heterogeneidad, estas expresiones populares de inconformidad y profundo descontento generalizado comparten una serie de elementos comunes que son los que les han proporcionado proyección, relevancia y adhesión internacional.
Sus protagonistas conforman una generación plural de diferentes edades, aunque mayoritariamente jóvenes, de diversas ideologías y distintos estratos sociales, que utiliza sistemáticamente las redes sociales (sobre todo Facebook y Twitter) y las nuevas tecnologías de la información y comunicación, lo que les dota de enorme dinamismo y capacidad aglutinadora y organizativa. El poder que están adquiriendo estos canales hace que se esté hablando de ellos como una especie de “tercera vía” social y política en la que todas las minorías encuentran el espacio que no hayan en otros movimientos organizados.
Por otra parte, si bien los millones de manifestantes árabes se desmarcan, respecto a los demás países -que sí son democráticos-, en su objetivo de acabar con las prolongadas dictaduras sostenidas sobre la corrupción y el miedo, clamando por la democracia, todos coinciden en su rechazo del modelo económico y político establecido.
Gestadas en un contexto de crisis económica y financiera internacional, estas oleadas concuerdan en sus propósitos de denunciar y hacer visibles sus protestas por la avaricia corporativa de un sistema financiero depredador, la desigualdad social que ensancha cada vez más la brecha entre ricos y pobres, la corrupción de los gobiernos de distinto signo político, la desafección hacia la clase política y las instituciones, los sangrantes recortes y medidas de austeridad –que han sumido en la pobreza a millones de ciudadanos-, la falta de oportunidades laborales y las elevadas tasas de paro y por la mejora y generalización de los servicios públicos de sanidad y educación.
No obstante, aunque todos estos factores se pueden aplicar al caso de Brasil, las protestas -que cada día se extienden como una auténtica mancha de aceite por el país- presentan algún elemento diferenciador. Aquí, las políticas sostenibles de reducción de la pobreza llevadas a cabo por el anterior Gobierno de Lula han funcionado y han permitido la profundización del llamado proyecto de “desarrollo con inclusión social”. Sin embargo, pese a estos importantes avances, las quejas de los brasileños no son consecuencia de lo que han perdido, sino de lo que creen insuficiente por las reformas sociales pendientes y porque consideran que sería mejor destinar partidas millonarias –como las del próximo Mundial de fútbol de 2014- a satisfacer las necesidades más urgentes de los sectores de población más desfavorecidos.
Estamos, sin duda, ante una ola de cambio cuya duración, expansión y desenlace se desconocen, pero que ya ha propiciado importantes logros al derribar tres largas y férreas dictaduras (Túnez, Libia y Egipto) y está poniendo en jaque a los respectivos gobiernos afectados, conscientes todos ellos de su enorme repercusión y de la necesidad de escuchar estas exigencias.
Lo que sí está claro es que, en los diferentes escenarios mencionados y en los potenciales que puedan añadirse, la oleada ciudadana se ha erigido como una fuerza potente e imprescindible a la que ya no se le puede silenciar ni amedrentar. Estamos ante un nuevo actor en el panorama mundial que reclama su lugar, dispuesto a influir en el futuro de sus países y a presionar a las clases dirigentes para que atiendan sus demandas implementando políticas que no les excluyan, que atiendan sus necesidades vitales reales evitando el despilfarro y que abran horizontes para proporcionarles un porvenir mejor y con mayores expectativas.