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Bajo el lema “la educación es la clave”, ROOSTERGNN publica una Serie Especial dedicada exclusivamente a uno de los temas más importantes hoy en día: Educación. Puede seguir la Serie completa aquí.
GLOBAL. Cuando miramos a la universidad hoy día, ¿Qué vemos? ¿Cuál es su papel en este milenio?
En estos últimos 20 años, el concepto de universidad ha cambiado enormemente y asimismo lo que se espera de ella. En medio del vertiginoso avance de la tecnología en nuestra era, se está forjando un nuevo modelo de universidad que dé respuesta a las demandas de la sociedad del conocimiento y su papel se centra primordialmente en la producción de aprendizajes al más alto nivel, en la investigación científica y en la formación de capital humano especializado, todo lo cual redunda en un mayor nivel de competitividad en el país y de cara al contexto internacional.
En efecto, las fuerzas de la economía mundial se dirigen hacia la globalización del mercado y están influidas por el neoliberalismo y el capitalismo, que empujan hacia la consecución de objetivos estrictamente mercantiles y de competitividad con el fin de situar a los países en posiciones ventajosas en el panorama político y económico. En este marco, la universidad ha de adaptarse a un entorno cada vez más complejo, global y cambiante. La institución universitaria ya no es un mero transmisor del conocimiento sino que es un órgano más que participa en la producción y difusión de aquel junto con otras instituciones, tales como laboratorios, consultorías, empresas, etc., para dar respuesta a las necesidades de la industria y del mercado laboral.
En este orden de factores que sustentan la economía emergente se configura un nuevo paradigma de “universidad emprendedora” (propuesto por Clark 1998) con una orientación fundamental hacia la investigación científica y el desarrollo tecnológico, concretado en la generación de innovación (I+D+i). De ahí la nueva misión de la universidad, calificada como su tercera misión, cuyo enfoque fue rápidamente adoptado por la Comisión Europea (2000) para lanzar la estrategia de la ‘Europa del Conocimiento 2020’, centrándose principalmente en el papel de la universidad como agente de transferencia y difusión del conocimiento técnico-científico a la sociedad en colaboración con otros agentes que integran ésta.
Pero ¿qué hay de las funciones tradicionales que desde antaño han distinguido a la institución universitaria? Sin duda, la cuestión fundamental que afronta la universidad en este siglo tiene que ver con la misión que tradicionalmente se le ha asignado, es decir, la enseñanza y la investigación, pilares fundamentales de su razón de ser. La adaptación de la universidad a los nuevos parámetros de la sociedad del conocimiento y su énfasis en el aspecto productivo ha resultado en un desfase entre los dos polos centrales de su misión tradicional:
¿Qué debe tener más peso o más valor, enseñanza o investigación?
¿A dónde deben dirigirse primordialmente los afanes de los profesores?
Es un hecho notorio que el sistema de recompensas que gobierna las actuales políticas nacionales e internacionales, según los datos obtenidos por James S. Fairweather (2005), nada tiene que ver con la retórica que siempre ha impregnado la filosofía universitaria, a saber, la importancia de enseñanza e investigación como dos actividades que se complementan y refuerzan mutuamente. Muy al contrario, la productividad por investigación permanece como el factor de mayor entidad y más determinante en el salario del profesor y aparentemente esto sugiere que la enseñanza se sitúa como una categoría de trabajo ‘separada o distinta’ de la investigación, en lo que toca al valor monetario que la institución confiere a estas dos actividades (cfr. p. 418). De hecho, la “investigación” se erige en principal activo de desarrollo e innovación que se genera en torno al conocimiento y la tecnología y, en consecuencia, sus resultados han de transferirse al tejido productivo del país. Hasta tal punto se incide en la investigación como fuente de productividad, que se torna en criterio fundamental en lo que respecta a la carrera académica y científica del profesor universitario, siendo la producción científica un componente clave en la evaluación global de sus funciones y en su promoción. Así se pone de manifiesto en las regulaciones del Ministerio de Educación en materia de evaluación de la actividad investigadora del profesorado (cuyo órgano en los procesos de evaluación es la CNEAI) y también en los criterios de las agencias nacionales con respecto a la evaluación del profesorado para su contratación (e.g. ANECA).
En consecuencia, las políticas educativas actuales y sus criterios de productividad apuntan a una compartimentación de las dos actividades universitarias – enseñanza e investigación – y traen consigo una perspectiva más utilitaria, menos desinteresada, en la figura del profesor. En efecto, al igual que las instituciones buscan posicionarse dentro de este nuevo mercado mundial del conocimiento, los profesores buscan hacerse lugar dentro de este equilibrio de fuerzas, redefiniendo su actividad y su rol bien hacia una enseñanza renovada por las nuevas corrientes pedagógicas, bien hacia una carrera de investigación que deja la docencia como una tarea subordinada a esta actividad principal.
Pese al dilema fundamental que plantea este desdoblamiento de ambas tareas en la misión universitaria, Fairweather (1993, 2002) y otros estudiosos que muestran la realidad de una universidad en proceso de cambio (Clark 1997, Colbeck 1998) sugieren buscar un equilibrio entre enseñanza e investigación, incluso abogan por la fusión de ambas actividades en la dedicación del profesorado, siempre y cuando en la institución universitaria se abrace una noción más amplia de investigación que englobe la erudición propia del “descubrimiento e integración del conocimiento, su aplicación y su enseñanza” según la propuesta de Ernest Boyer sobre la educación superior del futuro, recogida en su libro “Scholarship reconsidered: Priorities of the professoriate” (1990). Su definición más amplia de lo que es un ‘erudito’ (‘a scholar’) se inclina hacia una política de evaluación de la actividad del profesorado que no recompense a éste sólo por su enseñanza o por su investigación, es decir un aspecto del trabajo a expensas del otro, sino que brinde oportunidades para negociar activamente una descripción más global de sus roles que permita fusionar ambas tareas; en palabras de Colbeck (1998): “…es probable que la productividad del profesorado se incremente cuando se promuevan condiciones de trabajo que alienten una integración de ambas actividades” . Dicho planteamiento favorece una mayor compatibilidad entre los roles de enseñanza e investigación en el trabajo académico, y por tanto da lugar a un papel más integrador – menos estresante – en la misión del profesorado.
De hecho, entre enseñanza e investigación ha habido siempre una interdependencia y sinergia que sólo el profesor universitario ha sabido conjugar; por eso, es cuestionable reducir la labor académica a un producto de investigaciones y resultados cuantificables, lo mismo que es cuestionable reducirla a una simple tarea de lecciones y clases sin dar paso al afán investigador. Enseñanza e investigación no son dos realidades separadas, sino que son dos caras de una misma moneda. Sirva como evidencia de su estrecha relación el hecho de que la ‘docencia’ se considere como una pieza clave en la proporción de ‘investigadores activos’ presentes en una institución, según revelan algunos rankings de clasificación de universidades a nivel mundial. Por ejemplo, en “The Times Higher Education World University rankings” (THE), uno de los indicadores de rendimiento dentro de la categoría de docencia es una ‘encuesta de reputación’ (15%), elaborada por Thomson Reuters, que mide el prestigio de las instituciones en el ámbito de la docencia y la investigación, dos categorías interrelacionadas, tal y como revelan estas palabras de Phil Baty en un artículo sobre el perfeccionamiento en la metodología de los rankings:
Además de dar una idea de cuán comprometida está una institución con la [tarea] de educar a la siguiente generación de académicos, una alta proporción de estudiantes investigadores graduados también sugiere la impartición de una enseñanza al más alto nivel, que es atractiva para los estudiantes no graduados y buena para su perfeccionamiento (“Cambio para mejor”).
Es verdad que la tendencia actual hacia la consecución de objetivos estrictamente mercantiles y de competitividad marcan las prioridades del profesorado hacia una actividad investigadora eficaz que satisfaga las metas institucionales y los criterios de calidad en las políticas educativas de un país. Pero aceptar los nuevos esquemas de pensamiento vigentes en la sociedad actual no significa someter los pilares fundamentales de la universidad, representados en el binomio enseñanza-investigación, a cualesquiera que sean los vaivenes políticos, sociales y económicos que azotan al mundo contemporáneo. Estos vaivenes pueden distorsionar el concepto de la misión universitaria y relativizar su principal propósito al servicio de intereses económicos o políticos, pero difícilmente podrán destruir la sintonía e interdependencia entre las dos funciones primordiales de esta institución. Como bien dice el informe de la comisión de expertos internacionales EU2015 sobre las reformas que se presentan a la universidad española para su modernización:
Universidad e investigación deberían ir siempre unidas en la formulación de la política (‘policy making’): separar la transmisión del conocimiento (enseñanza) de la generación del nuevo conocimiento (investigación) es antinatural e ineficaz. Ambas [actividades] transforman la inversión pública y privada en conocimiento. (“Audacia para llegar lejos: Universidades fuertes para la España del mañana” 2011, p.43).
Ante esta afirmación no cabe duda: Enseñanza en investigación van de la mano y no han de separarse. Eso sí, siempre queda la libertad y autonomía del individuo – como agente principal en este proceso de cambio y adaptación al nuevo paradigma educativo – para orientar su labor con más ímpetu hacia una función o hacia otra conforme a las exigencias y necesidades del momento, haciendo que la balanza académica mantenga un equilibrio entre los dos actividades primordiales que la sustentan.