ÁFRICA. Ha vuelto a suceder. Una vez más, la comunidad internacional ha dado la espalda al pueblo saharaui. El pasado 25 de abril, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó la renovación de la MINURSO, la Misión de Naciones Unidas por el Referéndum del Sáhara Occidental, por un año más. La Misión carecerá, sin embargo, de un mandato fundamental: la supervisión del respeto a los derechos humanos tanto en el territorio controlado por Marruecos como en el que supervisa el Frente Polisario, en los campamentos de refugiados de Tindouf (Argelia).
Después de casi seis décadas tratando de no enfadar a la monarquía alauita, Estados Unidos lanzó el pasado mes de abril un órdago en Naciones Unidas que provocó el malestar de Marruecos, su único y tradicional aliado en el Magreb. Su embajadora ante la ONU, Susan Rice, presentó un proyecto de resolución ante el Grupo de Amigos del Sáhara Occidental (formado por Francia, Rusia, Reino Unido, China, Estados Unidos y España) que pretendía renovar el mandato de la MINURSO y ampliarlo para otorgarle la capacidad de supervisar el respeto a los derechos humanos. No se trata, ni mucho menos, de algo descabellado si tenemos en cuenta que el contingente de Naciones Unidas en la antigua colonia española es la única misión de paz en el mundo que carece de potestad para hacerlo. Tampoco si recordamos las múltiples y constantes denuncias de violaciones a los derechos humanos de los saharauis por parte de prestigiosas organizaciones humanitarias internacionales e, incluso, del relator de Naciones Unidas contra la tortura, Juan Méndez, quien visitó el territorio el pasado mes de septiembre.
La persecución, la intimidación, la tortura o la captura de presos políticos por parte de Marruecos en el Sáhara Occidental es algo de sobra probado. Por ello, no sólo no era descabellado que la MINURSO pudiese velar por la preservación de los derechos de los saharauis, además, era necesario.
Pero Marruecos no pensaba del mismo modo. Tampoco Francia, Rusia ni, sorpresa, España. París y, en menor medida, Moscú se alinearon pronto con la postura de Rabat. España fue algo más sibilina, evitando hacer declaraciones controvertidas. El ministro García-Margallo se escudó en que la misión surge del Capítulo VI de la Carta de Naciones Unidas (que establece el arreglo pacífico de controversias entre las partes) para esgrimir que no se puede obligar a Marruecos y abogar por una solución de “consenso”.
Resulta no sé si iluso o quizá hipócrita pensar que dicho “consenso” llegará algún día de la mano de nuestro vecino del sur, el mismo que lleva más de veinte años dilatando la implementación del referéndum refrendado por la propia ONU para que el Sáhara decida sobre su futuro.
Con el proyecto de resolución estadounidense, se le puso a España en bandeja la oportunidad de tratar de enmendar el abandono al pueblo saharaui que perpetró en 1975 y que, en materia política, ha mantenido durante los pasados 40 años. Pero la dejó escapar.
La inclusión de la protección a los derechos humanos acabó diluyéndose y la resolución finalmente sólo estableció la permanencia de la misión por un año más en el territorio. Nada más conocerse esto, cientos de personas salieron en protesta a las calles de El Aaiún y de otras ciudades del Sáhara Occidental, dejando como saldo decenas de heridos ante una represión de la policía marroquí “desproporcionada”, según informaron varias ONG.
La reacción era de esperar. En su intento por contentar a Marruecos, estos países olvidaron un factor determinante: el pueblo saharaui lleva décadas soportando con decepción los desdenes de la comunidad internacional. Esperemos ahora que este último desaire no encienda la mecha de un enfado que tal vez ya no pueda apagarse.