ESPAÑA. La seguridad energética representa un tema de singular relevancia en el panorama estratégico internacional del siglo XXI. Y es que la energía cumple dos funciones insustituibles para garantizar la supervivencia humana sobre el planeta: como fuente de suministro, destinada a cubrir las necesidades elementales del ser humano, y como motor impulsor del desarrollo económico mundial. La interrelación de ambas funciones explica la continua y creciente demanda de recursos energéticos, especialmente petróleo y gas, auténticos pilares de un paradigma energético que, sin embargo, resulta insostenible a medio plazo, dada la magnitud de los desafíos y efectos adversos asociados a la explotación de combustibles fósiles.

En un contexto energético dominado por la extrema dependencia de los hidrocarburos; el aumento sostenido de la demanda energética mundial; el desajuste geográfico entre los centros de producción y consumo global, que conduce a la vulnerabilidad física; la situación de pobreza energética, en la que subsisten millones de personas, sin acceso a servicios energéticos básicos; la competición y la interdependencia geopolítica y geoeconómica, en defensa de intereses energéticos nacionales; además del impacto innegable sobre el medio ambiente, se erigen como una preocupante concatenación de consecuencias negativas asociadas a un modelo necesariamente revisable.

Resulta, por tanto, necesario establecer un marco conceptual adecuado, a partir del cual puedan identificarse correctamente los objetivos e intereses específicos relacionados con la seguridad energética en un panorama internacional dominado por las relaciones de interdependencia, los imperativos del cambio climático y las necesidades de generación de electricidad.

En este sentido, la definición de seguridad energética aportada por la Agencia Internacional de la Energía (AIE), como la capacidad de garantizar el suministro energético a unos precios razonables, atendiendo a consideraciones medioambientales, también resulta insostenible, en la medida que se centra en el lado de los consumidores, en un contexto, volvemos a insistir, de interdependencia global, donde deben ser consideradas todas las variables posibles.

Y es que, el concepto planteado por la AIE no contempla aspectos tan cruciales como las necesidades de seguridad en la demanda, que exigen los países productores; los desafíos que representan los nacionalismos energéticos de los países productores y, también, de los países consumidores; los riesgos derivados de las posibles interrupciones en el suministro; las incertidumbres asociadas al acceso y distribución de los recursos energéticos a largo plazo; o la participación en el juego geopolítico de actores no estatales, cuya estrategia de violencia supone una grave amenaza para los intereses de seguridad energética de países productores e importadores.

Así, España, en calidad de país consumidor, debe dar prioridad a la seguridad en el suministro como eje central de una política energética que garantice a corto, medio y largo plazo, un abastecimiento energético seguro, estable y de calidad. La consecución óptima de este fin estatal conlleva la planificación y desarrollo de una política de gobierno construida sobre la base de cinco grandes ejes estratégicos:

1) desarrollo de infraestructuras para el transporte de energía;

2) mejora de las interconexiones eléctricas y gasistas;

3) impulso del autoabastecimiento;

4) diversificación en los aprovisionamientos; y

5) incremento en la capacidad de los almacenamientos subterráneos de gas.

Objetivos que, por otra parte, configuran las líneas maestras de la estrategia de seguridad energética de la Unión Europea, donde España debe permanecer incardinada, ya que, el marco comunitario de la de la UE representa la mejor plataforma para defender y proyectar nuestros intereses energéticos nacionales a medio y largo plazo.