CHILE. Dinero y educación están indiscutiblemente unidos en Chile. La inteligencia, las ganas de formarse y el deseo de «llegar a ser alguien» -como se dice por esas tierras- no bastan para acceder a una educación de calidad; la clave está en la situación económica que se tenga: si cuentas con recursos, todo resuelto; si no, la solución pasa por acceder a préstamos del Estado o de la banca privada que hipotecan a la familia y al estudiante de por vida.

Este sistema educativo elitista, basado en la capacidad de pago de los ciudadanos, es ya un problema estructural, enmarcado en un modelo de libre mercado voraz donde el Estado dicta escasas reglas y en el que predomina «el sálvese quien pueda».

El año 1981 constituyó un punto de inflexión: el General Pinochet, entonces en el gobierno, firmó un decreto mediante el cual las universidades públicas pasaron a tener costo; en virtud de ello hasta hoy, quien no puede pagar, cuenta con la opción del temible endeudamiento. También quedó autorizada la creación de universidades privadas, que debían constituirse como corporaciones sin fines de lucro. Condición ésta más utópica que real, puesto que  el lucro prevalece en ellas.

Buscando la descentralización, se traspasó la responsabilidad de la educación pública escolar -gratuita y en general de baja calidad- a los gobiernos locales, lo que profundizó las inequidades. Quienes viven en municipalidades pobres aumentaron sus diferencias con los de zonas más ricas y para qué decir con aquéllos de colegios privados.

Chile es el único país de Latinoamérica donde todas las universidades son pagadas. Según la OCDE tiene la educación superior más cara del mundo, que obliga al 70% de los estudiantes a recurrir a un crédito para poder estudiar. El Estado asume apenas el 18% de la matrícula, mientras que las familias llevan la carga del 82% restante, una tasa que supera a la de cualquier otra nación, incluso a Estados Unidos.

A este escenario hay que añadirle una variable fundamental: los docentes. Bajos salarios, desmotivación y sobrecarga de trabajo, acompañan su día a día; sin embargo, intentan dar lo mejor para educar a chavales que no nacieron en cuna de oro y que no tienen otra alternativa que formarse en colegios públicos. Pero pese a su directa implicación, la voz del cuerpo docente chileno no se escucha lo suficiente en los debates sobre el estado de la cuestión o a la hora de adoptar cambios.

La educación ha pasado a estar dentro de las tres primeras prioridades de los ciudadanos, según una encuesta de la Universidad Diego Portales. No es de extrañar entonces que los ex dirigentes del movimiento estudiantil que ha puesto en entredicho el modelo privado implantado por Pinochet, hayan logrado escaños en las elecciones parlamentarias del 17 de noviembre. Camila Vallejos, la militante que lideró las manifestaciones del 2011 o Giorgio Jackson entre otros, serán sus representantes en el Congreso desde marzo de 2014.

Se advierte un año de conflicto en las calles y radicalización del movimiento estudiantil, por lo que «la luna de miel» de la recién electa presidenta del gobierno, Michelle Bachelet, se proyecta turbulenta, más aún con la reciente elección de Melissa Sepúlveda, autoproclamada anarquista y feminista, como presidenta de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FEUCH), que es la asociación de educación superior más antigua y simbólica del país.

La ya ganadora de las elecciones, Michelle Bachelet, propuso una educación pública, gratuita y de calidad, pero el punto que habrá que discutir es si es justo darle educación sin costo a los ricos, lo que deja en claro el Secretario General de la OEA, José Miguel Insulza.

Lo que es indudable es que hay que poner ahínco en una reforma estructural del sistema. Las alternativas son intrincadas, porque habrá que lidiar contra poderes económicos que tienen puesto su capital en colegios y universidades privadas, facilitar el acceso efectivo a ayudas estatales para quienes no pueden costearse los estudios y, lo más importante: obtener los recursos para financiar los cambios. Son pocas y políticamente costosas las vías para alcanzar este objetivo; o bien se opta por el alza de impuestos a grandes empresas, o por el aumento del costo de los estudios para quienes pertenecen a sectores más pudientes.