ESPAÑA. Cuando la asamblea constituyente aprueba el texto constitucional vigente se olvidó incluir el territorio del Estado que había configurado. No había un lugar sobre el que proyectar el poder político que organizó nuestra Constitución. Se sabía el nombre de ese lugar, España, que estaba constituido por “nacionalidades” y “regiones”, pero no se definió el mapa territorial que ocupaba. Tuvieron que apresurarse los grupos parlamentarios mayoritarios del Gobierno y la oposición, UCD y PSOE, para construir el Estado de las Autonomías con los instrumentos que la Ley Fundamental, eso sí, había proporcionado en su Título VIII. Por fin, a través de los Estatutos de autonomía ya supimos cuál era el mapa jurídico del Estado, así como qué nacionalidades (Galicia, País Vasco y Cataluña) y regiones la integraban.

Las nuevas reglas del juego ya estaban claras, las habían acordado los representantes del pueblo español y ratificado en referéndum los propios españoles. Todo un admirable y admirado ejercicio de autodeterminación de voluntad política. De otro lado, el círculo se cierra con la posterior estructuración territorial que identifica, a su vez, los titulares autonómicos de las reglas orgánicas de la Carta Magna.

Nuestra Constitución no es una norma otorgada ni impuesta. Hemos pactado libremente lo que nos convenía e interesaba, incluso cómo modificarlo si cambiábamos de opinión. Y a eso hay que atenerse.

Si alguna nacionalidad o región pretendiera saltarse las reglas del juego en beneficio propio o ignorando derechos de los demás, no podría hacerlo. Evitar que ese tipo de acciones pudiera volver a repetirse es precisamente el pilar del consenso que alumbró la Constitución de 1978.

Así, en el caso de que un Gobierno o Asamblea autonómicos decidan abandonar la España constitucional, o sondear la voluntad de los ciudadanos de esa Comunidad en ese sentido, no tienen más que seguir los caminos trazados en el pacto constitucional.

La mejor forma de consultar a la sociedad su opinión sobre una decisión adoptada por los poderes ejecutivo o legislativo es, en principio, mediante referéndum. La convocatoria de referéndum consultivo corresponde al Rey a propuesta exclusiva del Presidente del Gobierno de la nación. Con lo cual esta modalidad de consulta sería posible si el jefe del ejecutivo accede a ello. Si no, el régimen de autonomía ofrece suficientes alternativas para materializar el derecho a decidir sobre un eventual cambio de opinión respecto de la pertenencia al Estado español.

El primer paso sería modificar el Estatuto de autonomía para solicitar a las Cortes Generales la revisión del Título Preliminar de la Constitución que permitiera la transformación de la Comunidad autónoma en Estado soberano e independiente. Una vez realizada esa modificación estatutaria, siguiendo lo dispuesto en el artículo 152.2 de la Constitución, se procedería a su aprobación o rechazo por los ciudadanos de la Comunidad en cuestión por medio del referéndum estatutario previsto en el mismo precepto, de exclusiva competencia autonómica.

Es fácil deducir que un pronunciamiento ciudadano, por medio del citado referéndum, opuesto a la segregación territorial del resto del Estado supondría el fin de todo el proceso, puesto que la mayoría así lo ha decidido.

Por el contrario, la decisión favorable por mayoría simple de los ciudadanos afectados supondría remitir el texto modificado con la petición de revisión constitucional, y la voluntad de segregación, al Congreso para su tramitación conforme a lo estipulado en el artículo 168 de la propia Constitución. En este caso, la decisión última correspondería a las Cortes Generales, primero, y en última instancia debería pronunciarse por medio del referéndum constitucional todo ciudadano español mayor de edad.

En buena lógica democrática, si las Autonomías interesadas en la segregación han respetado los procedimientos que nuestro ordenamiento posibilita, las Cortes deberían tramitar parlamentariamente la voluntad autonómica sin ningún tipo de oposición. De igual modo, el Gobierno y los partidos políticos estarían políticamente obligados a apoyar su ratificación por el pueblo español. Eso sí, previa rendición de cuentas, si las hubiere, al Estado que se pretende abandonar.