Unos oportunistas y unos corruptos. Unos vendidos y unos acomodados. Unos radicales y unos conservadores. Y es que cualquier calificativo parece legítimo en el discurso político para distanciarse del resto de formaciones. Cuando el ciudadano va a ejercer su muy legítimo voto cada cuatro años, es factor fundamental en su decisión la capacidad que tiene el partido de identificarse con el votante. Pero más importancia aún puede llegar a tener con lo que el votante no se identifica.

Cercanas como están las elecciones generales, el caso más representativo del discurso político es el de los partidos regionalistas y nacionalistas. En concreto, la formación conjunta resultado del pacto entre ER y CyU con el fin primero de conseguir la independencia para la Comunidad Autónoma es líder en marcar las diferencias entre lo que es Cataluña y lo que es España. El problema de los discursos maniqueos es que se quedan en discursos, que la realidad es mucho más compleja, y el desvío de la atención de la sociedad catalana hacia una posible independencia no evita que sigan existiendo paro y desigualdad social.

Artur Mas confía en el discurso maniqueo para ganar las elecciones y repartirse la Generalitat con Oriol Junqueras, líder de ER. Fotografía de 2010

Artur Mas confía en el discurso maniqueo para ganar las elecciones y repartirse la Generalitat con Oriol Junqueras, líder de ER. Fotografía de 2010

Empecemos por el Partido Popular. Con una larga trayectoria, se ha destacado en estos últimos meses por un tono subidito y una clara línea fronteriza entre lo que ellos representan y lo que representan el resto de partidos. Muy especial ha sido su esfuerzo por declararse como la vía correcta ante los radicales, pro-etarras, bolivarianos y todo adjetivo peyorativo que venga a minar el discurso del resto de partidos y, más interesante, que eleve a los populares como la opción adecuada en una democracia organizada. Todo fachada, parece ser, aunque en la ciudadanía de edad avanzada ha conseguido calar el discurso del miedo hacia la nueva izquierda.

El discurso de los populares respecto de la nueva izquierda ha sido el más agresivo, y casi le ha valido más críticas que alabanzas por parte de la sociedad española

Los socialistas, más moderados, han actuado con cautela, y tras una serie de esperpénticas actuaciones de Pedro Sánchez en los medios de masas han corregido el camino para definirse como dialogantes y defensores de los derechos sociales (a costa de qué, es un interrogante). La cuestión es que, en este caso, el “otro” ante el PSOE lo forman un conglomerado de corruptos y partidos anticonstitucionalistas.

Pero si por algo se definen los nuevos partidos, tal como Ciudadanos o Ahora Madrid, es por su capacidad de diálogo con otras formaciones sin llegar a soltar toda clase de improperios para descalificar al otro. El palco de la política, semejante a veces a un gallinero, toma la forma de la dialéctica para realizar proyectos de propaganda en los que se definen por su supuesta honestidad (hasta que se pruebe lo contrario) y su proyecto para España, tal es el caso de una Manuela Carmena abierta al diálogo con otras formaciones y muy crítica, sí, pero ante todo con la situación socioeconómica y no tanto con el resto de partidos.

El tiempo de desmarcarse del resto de partidos está quedando atrás, y tan sólo encontramos un ejemplo comparable a los partidos clásicos: Podemos. Desde el comienzo ya señalaba que existía como formación con el fin último de desbancar a toda la “casta” formada por enriquecidos señores, vagos y tunantes que no hacían sino despilfarrar las bolsas del Estado en favor de sus amigotes. Pero el discurso maniqueo ya parece retro, y la formación sólo tiene dos opciones: adaptarse a la política e intentar cambiarla desde dentro a través de la coalición y suavizar el tono, o caer con toda la tropa en un “quiero y no puedo”.