ESPAÑA. El cuerpo está lleno de dioses, de espíritus, de almas. Pensemos como lo pudiera haber hecho un presocrático, estando como estaban, en el alba de nuestra civilización, antes de que ésta tomara giros, eligiera direcciones y abandonara otras. El cuerpo es, de suyo, espiritual, pero pluralmente espiritual. A veces pensamos que nuestros cuerpos constituyen un todo orgánico, dispuesto en bloque para operaciones finitas, limitadas y conocidas de antemano. En cambio, como diría Spinoza, no sabemos cuánto puede un cuerpo, y tal interrogante, es, por excelencia, el interrogante vital. El cuerpo no es un todo ni un conjunto de partes, ni es individual, pues está lleno de pequeños corpúsculos que lo habitan y transforman de continuo, y se compone, también, con otros cuerpos, construyendo una fusión que da, así, muerte, definitiva o pasajera, a la antigua singularidad. Nos descomponemos y cada uno de nuestros fragmentos hace cuerpo con los fragmentos devenidos de otras descomposiciones. Estas descomposiciones transitorias, que bien pueden tener camino de vuelta, podrían denominarse disociaciones del cuerpo. Y cada disociación supone una deslocalización (de la mano que pasa a unirse al lápiz o al martillo; del pie que pasa a unirse a la tierra, al suelo; de la boca, que pasa a unirse a otra boca o al aire con el que forma palabras…), una liberación, que independiza y dispone una nueva dependencia.

Es así que lo que llamamos trabajo, supone siempre la puesta en marcha de uno de nuestros espíritus y, de este modo, una disociación de alguno/s de nuestros órganos, vinculado desde ese momento, a un nuevo cuerpo del que seremos prolongación y viceversa. Si olvidáramos los aspectos simbólicos y culturales, siempre que trabajamos prostituimos uno de nuestros cuerpos y alienamos alguno de nuestros espíritus, lo cual no es, de por sí, ni bueno ni malo. Solo en la medida en que podemos hacer eso, tenemos potencia y solo en la medida en que una de nuestras potencialidades quede convertida en única, siendo reducidos, por ejemplo, a mano‐martillo o a mano‐calculadora o a pie‐balón, ocurrirá que nuestra potencia está siendo limitada, enclaustrada, unidimensionalizada, hipertrofiada…, es decir, expropiada, puesta al servicio de intereses ajenos que castran nuestro deseo. A algo parecido llamaba Marx alienación en la producción, queriendo mentar un fenómeno esencialmente nocivo para la creatividad, es decir, para la vida humana. Si nos apetece hacer un guiño a la psiquiatría, diríamos que nuestro cuerpo a quedado atrapado en un transtorno obsesivo‐compulsivo.

Nietzsche decía que, puesto que la figura del sujeto, la autoidentidad, nuestra idea del yo, es una ficción inyectada desde el exterior y, puesto que no podemos, tranquilamente deshacernos de ella y ser algo así como espíritus libres (pues un espíritu libre solo podría condicionarse por una esquizofrenia tan extrema, un caos tan definitivo, que sería inhabitable), el ideal consistiría en conseguir la máxima diferenciación del yo, es decir, incrementar nuestro número de relaciones con todo aquello que no nos mate del todo, para poder actualizar los numerosos personajes que somos capaces de interpretar. Nietzsche siempre habla de un espíritu encarnado e incardinado. Así, diversificar el yo, conlleva una rotación de la presidencia de nuestros diferentes órganos y una experimentación de los mismos, encajándolos a diferentes cuerpos (físicos, químicos, maquínicos…)

Fuera o no su voluntad, la apuesta de Mao a favor de la disolución del dualismo trabajo manual‐trabajo intelectual, no es ajena a la máxima nietzscheana. Los programas de alternancia de tipos de trabajos en la vida de una persona, favorecerían el no‐encapsulamiento en una sola de las potencias de nuestros cuerpos. Estamos mirando aquí desde la perspectiva político‐ejecutiva. Pero, además, podemos adoptar una perspectiva filosófica, es decir, interpretativa, bajo la cual, encontraríamos, que ya de hecho, el trabajo manual y el trabajo intelectual no son cosas distintas, sino que en cada disociación y fusión intra e intercuerpos, se constituye o se actualiza uno de nuestros dioses (el dios de la música, la diosa de la electricidad, el dios de la técnica, la diosa de la agricultura, etc.). Es en cualquiera de las operaciones o adquisición de habilidades del cuerpo, que refulge un nuevo espíritu, una nueva estrella danzante. El espíritu no se da sin el cuerpo ni en el interior de un solo cuerpo: el alma, como bien sabían, los griegos, está entre las cosas, entre los cuerpos, en el entre.

En los últimos tiempos, hemos asistido a una deriva de los programas educativos que se dirige hacia una intensísima especialización. No es el principio de un proceso. Heidegger ya denunciaba estas condiciones formativas e investigadoras en su famoso discurso sobre la universidad alemana, hace más de 60 años. Se trata más bien de la culminación de dicha tendencia, de la tendecia hacia la unidimensionalización del ser humano, de las potencias del cuerpo humano. Sin embargo, al mismo, tiempo, nos encontramos con un mercado laboral que apremia, esquizofrénicamente, a esa perversión denominada formación continua. Parece que ya no se buscan médicos, dibujantes, mecánicos, abogados, electricistas…, sino hombres y mujeres para todo (para producir todas las condiciones de vida, dentro y fuera del centro de trabajo oficialmente instituido). Nos queda pues preguntarnos si el capitalismo nos quiere obsesivo‐compulsivos o nos quiere esquizofrénicos.En todo caso, nos quiere agotados, pues las potencialidades del cuerpo no solo se mueren de extrema concentración o de extrema dispersión sino también de agotamiento ¿Por qué nos quiere más bien muertos que productivos?