NIGERIA. El pasado martes, el presidente de Nigeria, Goodluck Jonathan, anunció con gesto serio en televisión que declaraba el estado de emergencia en los estados de Yobe, Adamawa y Borno, al noreste del país. Los constantes ataques del grupo islamista radical Boko Haram eran el motivo. Su control sobre la zona podía incluso poner en riesgo la integridad territorial del país, según admitió el propio Jonathan. Ese mismo jueves, ocho mil efectivos del ejército nigeriano se desplegaban en los tres estados, iniciando la ofensiva contra el grupo terrorista. A muchos, todavía con el conflicto de Malí grabado en la retina, podría parecerles “la misma cantinela” de los últimos tiempos en África. Tal vez eso pensaron muchos de los grandes medios occidentales, que apenas dedicaron unas líneas a la noticia. Pero el caso de Nigeria no es un tema menor.

En un país de contrastes, donde las diferencias étnicas, culturales y, especialmente, económicas entre el norte y el sur son abismales, Boko Haram se ha nutrido enormemente de la desesperación de los jóvenes, que en el norte sufren grandes tasas de desempleo, para reclutarlos y hacerse con parte importante del territorio. El grupo islamista se creó a principios de los años 2000 precisamente en el estado de Borno, su principal bastión. Desde la muerte a manos del ejército nigeriano de su líder Mohamed Yusuf en 2009, lo encabeza Abubakar Shekau, uno de esos jóvenes que no duda en suplir su falta de carisma para el liderazgo con un uso de la violencia incluso más sangriento que el de su predecesor. Con un nombre que significa literalmente “la educación occidental es pecado”, Boko Haram nace con el objetivo de imponer su visión radical de la sharía (ley islámica) en todo Nigeria, donde casi el cincuenta por ciento de la población es de confesión cristiana.

En esta ‘tarea’, los extremistas de Boko Haram no están solos. Son conocidos sus vínculos con otros grupos terroristas como Al Qaeda en el Magreb Islámico, el Movimiento por la Unicidad de la Yihad en África Occidental (con los que se unió para ocupar el norte de Malí hace tan sólo unos meses), el somalí Al Shabab o Ansaru. Todos ellos se mueven a sus anchas por las porosas y difusas fronteras del desértico Sahel. Aprovechando estas lindes indefinidas, circulan también por la región grandes cantidades de armas, con las que se trafica con pasmosa facilidad y que acaban siempre por caer en las manos más inapropiadas.

En semejante contexto y con tales lazos y alianzas, el potencial poder de Boko Haram es muy posiblemente más del que a priori imaginamos.

Si a esta ecuación le sumamos la variable de la desmedida represión que emprendió el gobierno nigeriano tras los últimos ataques yihadistas -dejando como resultado una larga senda de víctimas civiles- el cálculo se complica. Ese mismo gobierno, desde el jueves y por primera vez en 25 años, ataca su propio suelo con ofensivas aéreas con el fin de erradicar la amenaza yihadista. Pero, ¿cuántas víctimas civiles podrían provocar esos ataques desde el aire, a decenas de metros de distancia? Fuentes locales afirman que estas actuaciones del ejército, en muchas ocasiones desmesuradas, generan desde hace semanas una animadversión de la población hacia las fuerzas gubernamentales. El secretario de Estado de EEUU y también el Secretario General de Naciones Unidas han pedido ya al gobierno nigeriano que salvaguarde el respeto a los derechos humanos.

Todos estos elementos apuntan hacia un conflicto convulso, polarizado y, plausiblemente, de difícil solución. Pero hay otro motivo por el que, insisto, éste no es un tema menor. Se trata del propio país. Nigeria, con más de 160 millones de habitantes, es el estado más poblado de África. Sus ingentes reservas de petróleo lo han convertido en el principal exportador de crudo del continente –y el sexto a nivel mundial- y su segunda economía, sólo superado por Sudáfrica. Con todas estas variables, el resultado de la ecuación puede resultar explosivo. Cualquier conflicto prolongado en el país no sólo desestabilizaría a Nigeria, pondría en jaque a toda la región.