BILBAO, ESPAÑ‎A. El calor aprieta, los planes se duplican, el tiempo se dilata y la música nos hace vibrar.

Según descripción, imaginamos un anuncio de cerveza decorado con jóvenes cuerpos tostados al calor del Mediterráneo, que nos hacen meter la barriga al pasar frente al espejo, pero han de saber que al calor de otros mares y océanos también se desarrollan grandes festivales y que, por suerte para los que hace mucho que dejamos el vientre plano, los cuerpos se cubren con cuero, y los labios se prenden de rojo carmín.

Un año más, el Azkena Rock Festival retiene la esencia del festival: buena música, alegría de compartir el momento y amigos anuales (cada vez más calvos, más orondos) mezclados con nuevas generaciones que se esfuerzan en dar la talla rockanrolera: pelos largos, camisetas oscuras… renegando así de la generación sin esperanza y doblegada al capitalismo en la que les ha tocado crecer. Porque acudir año tras año a este festival, fomenta el pensamiento, remueve el recuerdo y ameniza el duro invierno con la espera anual de “estas minivacaciones” (que decía aquél cervecita en mano).

Asistir a un festival cultivado con mimo al calor de una fría ciudad, sin mar, sin desierto, pero con mucho alma musical en su gente, es reconocer el corazón latiendo bajo la piel, subrogar por unos días el traje de la hipoteca, la familia, la responsabilidad, por la dermis negra del rock que nos ciñe en cuero o polipiel, porque aunque todos tengamos dentro ese chaval que fuimos alguna vez, si no le liberamos, languidece y se arrellana en nuestra vida adulta volviéndose inútil como esa gran idea que tuvimos y nunca nos atrevimos a alumbrar.

Azkena Rock Festival | Eire Vila

Azkena Rock Festival | Eire Vila

Desinhibirse y olvidar prejuicios con grupos como The Black Crows, (imposible no moverse al ritmo de los pasitos de Chris Robinson), apoteósicos con su versión de Otis Redding, descubrir nuevos ritmos como el rock de la vieja escuela de Rocket from the Crypt mezclado con punk y ska, o recordar la Malasaña de hace casi quince años con los incombustibles Sex Museum y su cierre solidario y combativo con el mundo de las artes, son algunos de los placeres que proporciona este festival. Pero hay más.

Sentirse feliz en un festival a partir de los treinta, es cuestión de elegir bien el acontecimiento, de querer disfrutar el momento y de cambiar los prejuicios por puntos generacionales comunes.

El arte como generador de las satisfacciones referidas. Tanto apretarse el cinturón debe tener su revulsivo en la promoción cultural, a pesar de que desde el césped de su doceava edición se comadreaba que los promotores han tornado a empresarios que justifican, a costa de la crisis, la mala calidad de la comida, la falta de incentivos, la caída de cabezas de cartel, los elevadísimos precios (como otros años) de la bebida…Apelo a su favor: han hecho algunas cosas mal, las han reconocido y ya están trabajando en el cartel del 2014.

Ante las buenas perspectivas musicales que se abren, sugiero que el año que viene se aferren al motivo de sentirse vivos, aunque sea, una vez al año. Si no les satisface, les recomiendo busquen ustedes otra buena excusa para acudir al ARF de Vitoria.