ESPAÑA. El estudio de las responsabilidades que pueden nacer en el ejercicio de la libertad de comunicar información constituye, desde la perspectiva del Derecho, una actividad apasionante, pero desde la del Periodismo, nos encontramos con una realidad inquietante.  La profesión informativa no existe jurídicamente en España. No hay norma alguna que regule esta actividad, fije los requisitos para acceder a su ejercicio, o los derechos que asisten a los denominados como periodistas, aunque el artículo 20.1,d) in fine de la Constitución Española (CE) ya reconozca y ordene explícitamente la regulación legal de la cláusula de conciencia y el secreto profesional “en el ejercicio de estas libertades” de expresión e información.

Así, pues, a falta de un Estatuto de la profesión periodística, se puede confeccionar un estatuto de hecho, partiendo, por un lado,

– del propio artículo 20.1,d) CE,

– de la Ley 2/1997, reguladora de la Cláusula de conciencia de los profesionales de la información,

– y de la doctrina consolidada del Tribunal Constitucional respecto del conflicto entre los derechos fundamentales a la libertad de información y los que, a tenor del mismo artículo 20.4 CE, lo limitan.

En cuanto a las obligaciones de los titulares del derecho constitucional “a comunicar libremente información veraz”, no hay lugar para la especulación. La responsabilidad jurídica en la que puede incurrir un periodista está sujeta en el ordenamiento español a fuertes sanciones por incumplimiento o inobservancia de las normas civiles, penales o administrativas que la regulan. En particular, traspasar los límites constitucionales a la libertad de expresión y de información recogidos en el mencionado artículo 20.4 CE puede generar cierta incertidumbre por estar estos límites minuciosamente regulados, al tiempo que el contenido esencial de las referidas libertades y derechos fundamentales apenas ha sido positivizado en la también referida Ley Orgánica reguladora de la Cláusula de Conciencia. Es la jurisprudencia del Tribunal Constitucional la que tiene que ir delimitando con mejor o peor fortuna las pautas de prevalencia del derecho a comunicar libremente información veraz.

Con este panorama legal, junto a la naturaleza hobbesiana de todo Estado –incluido el moderno Estado de Derecho-, no parece muy aventurado preguntarse si la razón de todo ello no es tanto la salvaguardia de los derechos fundamentales del artículo 20 CE, los limitantes y limitados, como la vigilancia y control de los medios de comunicación social. Si no, cómo se explica –por poner el ejemplo más paradigmático- el hecho que desde que se instaura en 1980, por medio del Estatuto de Radio y Televisión, el monopolio natural de los medios audiovisuales en la España democrática, hasta su definitiva derogación en 2010 por la Ley General de Comunicación Audiovisual, transcurrieran 30 largos años de total restricción gubernamental –sin importar el color político- de las libertades de creación de medios (audiovisuales), de concurrencia y de emisión.

Tuvo que ser la normativa europea sobre el sector audiovisual y de telecomunicaciones, de aplicación necesaria, la que terminara de doblegar la resistencia del Estado a desprenderse del control político absoluto sobre los medios de comunicación audiovisual, aunque con considerable retraso respecto de la liberalización del resto de los servicios de telecomunicación, en clara contravención además de lo estipulado en el artículo 20.1,d) de la Constitución. Ni siquiera el Tribunal Constitucional se atrevió a declarar la inconstitucionalidad de ese sistema político-informativo estatal cuando tuvo la oportunidad de hacerlo por medio de las jurídicamente cuestionables Sentencias 12/82 y 127/94. Estas inapelables decisiones del Alto Tribunal, prolongaron el monopolio audiovisual en nuestro país hasta el 1 de mayo de 2010, fecha de entrada en vigor de la nueva ley que deroga toda la legislación anterior en la que se sustentaba.

Así, pues, debemos observar con cierta cautela cualquier actitud del Estado respecto de aquellas decisiones que puedan afectar a la libertad de información en cualquiera de sus manifestaciones, incluida la que es objeto de este artículo, la responsabilidad jurídica en el ejercicio del periodismo por vulnerar los derechos que expresamente limitan esa libertad en el artículo 20.4 CE, con especial atención al derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen de las personas.

El régimen jurídico de las responsabilidades que puedan derivarse de la actividad de informar nos interesa no sólo por su complejidad y detalle, sino, sobre todo, por la excepcionalidad o especificidad respecto del régimen general, también aplicable en ocasiones. Llaman la atención en este sentido tres normas relativas al ámbito civil, administrativo y penal, respectivamente.

La Ley Orgánica de Protección Civil del Derecho al Honor, a la Intimidad y a la propia Imagen de 1982 introdujo la inversión de la carga de la prueba cuando se sufre un daño, en este caso, intromisión ilegítima en estos derechos a través de una información. Será el periodista, o el director del medio, nunca el supuesto agraviado, quienes tengan que demostrar frente a una demanda que no se ha causado daño alguno; lo cual es imposible porque siempre se alegarán daños morales debido a la naturaleza de este tipo de perjuicios. Esta ley de Protección Civil presume el daño una vez se haya acreditado la intromisión en el honor, intimidad o imagen del demandante, algo sencillo tratándose de hechos noticiables sujetos a soportes públicos, impresos o audiovisuales. El periodista o el medio sólo podrán eludir la sanción indemnizatoria por daños y perjuicios si son capaces de demostrar que no se han transgredido los límites constitucionales del derecho a la información, es decir, que la noticia comunicada es cierta o veraz, según la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Esto no significa que no se pueda invocar el viejo y por todos conocido artículo 1902 del Código Civil, que obliga a resarcir y reparar el daño causado al perjudicado, siempre que éste demuestre que el perjuicio ha existido. Frente a la posibilidad del ofendido de optar entre estas dos normas, la elección parece fácil.

No obstante, la cuestión se complica cuando hay que identificar al responsable de un medio impreso que tiene que hacer frente a la sanción en vía civil. El Código Civil parece señalarlo claramente: “el que…causa daño a otro”, es decir, el autor de la información y, si no va firmada, el director. Pero el Tribunal Constitucional también ha admitido a estos efectos la aplicabilidad de una ley administrativa preconstitucional, la Ley de Prensa e Imprenta del año 1966, que todos creían derogada tácitamente por la Constitución. Esta norma establece la responsabilidad solidaria del autor, director, editor e impresor, a pesar de que la propia ley parece impedir al editor intervenir en los asuntos de redacción, concediendo al director la total potestad una vez designado. En cuanto a la figura del impresor, como responsable al mismo nivel que el autor o director, introduce una inseguridad jurídica no sólo para el propio responsable de la imprenta, sino para la misma libertad de información, pues podría verse tentado a censurar la noticia, como ya ha apuntado el profesor Lluís de Carreras..

Por último, hay que hacer notar que el nuevo Código Penal de 1995 tipifica como una especialidad tanto los delitos que se cometen utilizando medios de comunicación como los autores responsables de los mismos. En este punto, se reproduce el régimen del antiguo Código derogado, manteniendo la excepcionalidad de la responsabilidad subsidiaria y excluyente, que empieza en el autor periodista y termina, otra vez, en el director de la empresa impresora.

Sólo cabe pensar en cuáles pueden haber sido las razones que han llevado a unos a no aprovechar la oportunidad de adaptar plenamente las nuevas leyes al régimen de libertades informativas de la Constitución, y a otros a resucitar leyes promulgadas en la vigencia y vigor del autoritarismo.