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Como el valor fundador de ROOSTERGNN, la libertad de expresión, es un problema que preocupa tanto a periodistas, editores, escritores como a individuales. ROOSTERGNN publica una Serie Especial dedicada a temas relacionados con la libertad de expresión que han ocurrido en todo el mundo. Siga la serie completa aquí.

GLOBAL. Quizá al lector le sorprenda el título de este artículo, pero el debate que plantea recorre especialmente Europa y EE.UU. desde hace décadas. ¿En nombre de la libertad de expresión es tolerable afirmar que los nazis no asesinaron a ningún judío, o que los judíos no murieron en las cámaras de gas o que tenían parte de culpa en su destino final,  que en Siria no se ha asesinado a 200.000 ciudadanos o que si se ha hecho lo ha sido en aras a evitar el avance del islamismo radical o que Gadafi era un criminal pero daba estabilidad al país y era más conveniente para “nuestros” intereses “occidentales” que la situación de caos actual en que vive Libia?  De las afirmaciones anteriores, no todas son necesariamente absurdas o mentiras; otras son radicalmente falsas e incluso nocivas.

La verdad es que encontraríamos consensos sobre lo dicho antes en cuanto a Libia o incluso parcialmente sobre Siria, pero ello no disminuye la intensidad de los crímenes cometidos por Gadafi o Bashir el Assad. Rechazaríamos las primeras afirmaciones sobre el nazismo y los judíos, pero muchas voces proclaman exageraciones sobre el Holocausto en nombre de la libertad de expresión, como cuando David Irving afirmó que “murieron más mujeres en la parte trasera del coche de Edward Kennedy en Chappaquiddick que en una cámara de gas de Auschwitz” (1991) o que Hitler ignoraba la existencia de campos de exterminio (Barcelona, 2007), y posteriormente rebajando los seis millones de judíos asesinados a dos o tres, como si por cierto tres millones fueran más justificables que seis.

El debate está muy claro y se posiciona en dos criterios completamente distantes y contrapuestos.

En primer lugar, quienes entienden –incluido el Tribunal Constitucional español- que la libertad de expresión es uno de los pilares fundamentales del sistema democrático. Esa libertad, a través de la investigación científica o de ensayos ideológicos, pueden tener dos finalidades: aportar en positivo al conocimiento o bien ser usada para transmitir ideas o pensamientos repugnantes y miserables. Por ello, los defensores de esta máxima libertad de expresión entienden que los ciudadanos tenemos derecho a conocer el pensamiento y las expresiones totalitarias, racistas, xenófobas o que transmitan ideologías contrarias a la democracia y los derechos humanos: “el Estado no ha de impedir que la bajeza moral se exprese, antes al contrario, ha de permitir su publicidad” (Marc Carrillo). Si el resultado es una desinformación de la ciudadanía, no correspondería al Estado evitarla aplicando sanciones penales a los difamadores o torticeros difusores.

Para nuestro Tribunal Constitucional, esta posición relativamente es la legítima en España, siempre y cuando que el uso de esta libertad de expresión no persiga una finalidad diferente: se puede negar el Holocausto del pueblo judío, armenio o ruandés, por demencial que ello sea, siempre y cuando no se persiga con ello justificar, amparar o aún más, propiciar el odio o la violencia contra esas personas o grupos que lo sufrieron. Sólo en este supuesto, es posible reprimir penalmente a la persona que ejerce su libertad de expresión. En resumen, es posible en España ejercer la libertad de expresión al amparo del artículo 20 de la Constitución aunque se trate de opiniones o informaciones subjetivas, interesadas, torticeras, absolutamente infundadas o erróneas, incluso sobre hechos históricos completamente verídicos. No se trata por tanto sólo de amparar la libertad de expresión o investigación para teorizar sobre quien asesinó a Kennedy –debate permanente desde 1963- o sobre si los británicos conocían que las matanzas de Katyn habían sido efectuadas por sus aliados rusos y no por los alemanes, sino también de hacerlo a quien niegue que ningún ciudadano negro fue discriminado en la Sudáfrica racista o que no existieron los gulags soviéticos o que la Revolución cultural china fue inocua en cuanto a la muerte de seres humanos. ¿El límite? Para nuestros tribunales españoles, la frontera roja está en que estas afirmación no supongan un menosprecio o generen hostilidad, violencia o pretendan la discriminación o un crimen mayor. En resumen: en una universidad española un investigador podría dedicar toda su vida para construir la teoría y propagarla que la Inquisición española tuvo un efecto favorable en la España medieval o que el período estalinista fue positivo, como saldo final, para la Unión Soviética.

Por el contrario, la posición que entiende que la libertad de expresión tiene límites se basa en una reflexión sobre que todo no está permitido bajo su amparo. Y que estos límites no son solo las de evitar al libertad cuando las finalidades son abyectas, sino incluso cuando se trata de un debate presuntamente científico o ideológico en una sociedad libre. Que no es factible en un Estado de Derecho investigar, publicar o afirmar ideas o conclusiones que nieguen realidades históricas miserables,  despreciables o criminales.

Este debate, significativamente, se ha producido en los últimos años en relación a un hecho muy específico. Tan concreto que incluso la jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional, de los tribunales europeos e incluso del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, lo ha centrado mayoritariamente en un determinado tipo de desprecio, el denominado “negacionismo” del Holocausto: la inexistencia de crímenes nazis contra el pueblo judío. Es cierto que este negacionismo también acontece en los supuestos de Ruanda (800.000 asesinados en 1984) o Camboya (más de 2 millones de ciudadanos, 1975-1979), entre otros muchos,  pero prácticamente siempre el debate es en relación a los judíos exterminados en la II Guerra Mundial. Tanto es así que la sentencia más reciente de nuestro Tribunal Constitucional se centró precisamente en ello, cuando en España, por cierto, no aconteció ningún genocidio de los judíos y por consiguiente, no tenemos necesidad de “lavar” nuestra memoria histórica sobre el tema, cuanto menos en la inmensidad que debe hacerlo el pueblo alemán y austriaco y otras naciones colaboracionistas. Aún así, también aquí, en nuestro país,  ha habido y hay “negacionistas”.

El debate no es menor: es una clara contraposición entre la libertad de expresión (y de investigación, de cátedra o de información) frente a otros derechos y libertades constitucionales, como el del honor, la intimidad, la dignidad de la persona y, aún más, la propia seguridad nacional del Estado democrático.

En un análisis por Internet, el lector podrá incluso localizar institutos o centros presuntamente de investigación dedicados al negacionismo del Holocausto. Muy difícil encontrar de otro tipo de negacionismo, por cierto –aunque existen, como el negacionismo de la relación entre el SIDA y el VIH, la teoría de la evolución o el cambio climático-, lo que releva que el uso de la libertad de expresión contra el pueblo judío es algo más que una “enfermedad” pasajera.

El mayor referente mundial al respecto es el Instituto para la Revisión Histórica, en el paraíso de la libertad de expresión, los Estados Unidos. Por el contrario, en la Europa que sí sufrió esa incontestable realidad criminal histórica, muchos países –no así España, pese a que se intentó y fue declarada inconstitucional la norma legal- han aprobado leyes que sancionan con penas de prisión las afirmaciones o estudios dirigidos a negar la realidad del exterminio racial, sea cual sea.

Concretamente, ¿qué es el negacionismo del Holocausto y porque guarda tanta relación con la libertad de expresión? El 10 de octubre de 2013, la Alianza Internacional de Recuerdo del Holocausto (IHRA) adoptó una nueva definición de trabajo sobre el negacionismo de ese hecho histórico. Dicha definición hace referencia a la base antisemita de esa negación: se niega la realidad histórica y el grado de exterminación de los judíos por los nazis, conocido como «Holocausto» o «Shoah» –en hebreo, “catástrofe”-. La negación del Holocausto se refiere específicamente a cualquier intento de afirmación de que el Holocausto nunca aconteció o de justificación del mismo, o minimización.

La negación del Holocausto puede incluir la negación o el poner en duda en forma publica el uso de los principales mecanismos de destrucción (por ejemplo, cámaras de gas, asesinato, hambruna y tortura) o que no hubo una intención de exterminar el pueblo judío. La negación del Holocausto, en sus diversas formas es una expresión del antisemitismo, se afirma en esta declaración de 2013. El intento de negar el genocidio de los judíos es un esfuerzo de exonerar al nazismo y al antisemitismo de su culpa y responsabilidad en el genocidio del pueblo judío. La negación del Holocausto también incluye el culpar a los judíos de exagerar o crear el genocidio para obtener beneficios políticos o financieros como si este fuera el resultado de una conspiración tramada por los judíos o como coartada permanente para la política del actual Estado de Israel. El objetivo último del negacionismo sería pues la rehabilitación de un antisemitismo explícito y la promoción de ideologías políticas que permitirían las condiciones para un nuevo genocidio.

¿Por qué el debate no es sencillo? Fundamentalmente porque la libertad de expresión es una libertad recogida en sentido “positivo” y generalmente las democracias están desarmadas o tienen dificultades para reaccionar agresivamente contra esta utilización de la propia democracia. La libertad de expresión es una de las conquistas de la democracia occidental, la posibilidad de que todo ciudadano exprese libremente sus ideas, o ejerza su derecho a investigar (como periodista, profesor, investigador) o plantear posiciones ideológicas (políticas, filosóficas) sin temor a la sanción o la represión. Para un país como España, sometido a una dictadura militar hasta 1975 y con la libertad de expresión, entre otras, restringida al máximo, es un plus de demonización psicológica restringirla en aras de la protección de otros derechos. Somos por tanto, también aquí, hijos de nuestra historia más reciente pero también culpables de cierta inacción.

¿Negar el Holocausto es libertad de expresión? A nuestro parecer, rotundamente. Pero no es una conclusión fácil y muchos son los juristas españoles que se oponen a penalizar legalmente el negacionismo. Pero debemos partir de una premisa esencial: ningún derecho y libertad es absoluto, quizá con la única excepción del “derecho a la vida”. Todos y todas tienen límites, generalmente al topar o colisionar con los derechos y libertades de otros ciudadanos.

El negacionismo –como hemos afirmado, prácticamente mayoritario en relación al Holocausto judío- no supone un ejercicio de la libertad de expresión, no es una opinión más, ni tampoco una investigación histórica más. Es cierto que es perfectamente legítimo estudiar si el Vaticano ayudó en mayor o menor medida a salvar judíos o si colaboró activa o pasivamente con el régimen nazi inhibiéndose sobre el tema –asunto este de profundo debate histórico aún hoy y nada clarificado-; pero no es legítimo “negar” cuando el resultado final es un desprecio o un ataque a las víctimas de un genocidio o de un crimen contra la Humanidad. El ciudadano iraquí kurdo debe quedar protegido ante la afirmación de que Saddam Hussein nunca gaseó y exterminó decenas de miles de kurdos, porque a buen seguro algún amigo, familiar o compatriota de ese ciudadano sufrió las iras genocidas del sátrapa de Bagdad, y porque la negación le impone sufrimiento, ira, vergüenza, y alienta o justifica a quien lo cometieron. Y esa dignidad personal también es un derecho fundamental, en España y en Europa.

Pero aún más: el negacionismo se centra casi siempre en el exterminio del pueblo judío, si bien el nazismo exterminó masivamente al pueblo gitano, a homosexuales y personas con discapacidad.  Ello nos lleva a plantear si la libertad de expresión, que ampara el negacionismo, no va más allá: ¿ampara el antisemitismo? 

En países como Francia o Alemania se considera al negacionismo como una de las versiones más modernas del antisemitismo. No obstante, una cierta tolerancia en muchos países ha llevado a que hoy se debata el negacionismo armenio o incluso la justificación o relativización de la esclavitud de los negros africanos. Y el lector no será ajeno a la lectura de afirmaciones sobre la relativa bondad del régimen de Stalin en la construcción de una Rusia moderna o de que el régimen de Franco puso las bases para la democracia que vino tras su muerte.  Esto es, relativizar lo que fue mayúsculo acaba permitiendo banalizar lo no tan, en apariencia, trascendente.

Frente a ello debemos plantear si realmente algún investigador, historiador o persona con sentido común, que haya efectuado planteamientos rigurosos en Europa sobre hechos controvertidos, ha sido sancionado penalmente. La respuesta es radicalmente negativa. No hay ningún ciudadano de la Unión Europea condenado por cuestionar versiones “oficiales” de la Historia o incluso por defender teorías políticas, históricas, sociológicas o de otra índole. Sin embargo, sí, muchas condenas penales han recaído en “falsificadores” o defensores de posiciones de extremismo político.

Esto es: el investigador o el historiador, al amparo de la libertad de expresión, cumple con su trabajo y su misión. Nuestras leyes europeas tutelan y protegen la disidencia ideológica, histórica o de pensamiento. Pero en una sociedad democrática, las leyes amparan la independencia y la libertad, pero no deben, ni pueden, tolerar el traspasar la frontera, hacia lo no admisible en términos de dignidad. Y la razón es que la negación de determinados hechos supone la negación de nuestra propia condición de seres humanos y la destrucción de nuestros valores de convivencia en democracia.

Didier Daeninckx afirmó hace ya una década que el genocidio de los judíos y de los armenios, o la esclavitud, no afectan sólo a aquellos o a los negros, no les concierne sólo a ellos: “la ley me permite decir que nada que sea humano me es ajeno”.

Voltaire, afirmó sobre los judíos: “en ellos sólo hallarán un pueblo ignorante y bárbaro que suma la avaricia más indigna a la superstición más detestable y el más horrible odio hacia todos los pueblos que los toleran y enriquecen (…..) sin embargo no hay que quemarlos”. En una carta anónima (dato significativo) publicada posteriormente se le replicó: “no basta con no quemar a la gente: se les quema con la pluma y este fuego es todavía más cruel porque su efecto se transmite a las generaciones futuras”.

Estas palabras fueron escritas hace más de 250 años en Europa, y la tragedia de Auschwitz, Birkenau o Treblinka aconteció no hace más de 70. Por tanto, nuestra sociedad y nuestras democracias europeas deben estar permanentemente alertas frente al uso de las libertades constitucionales, cuando estas pueden afectar, dañar o propagar el odio, la xenofobia o el racismo.

Hemos de indicar que este debate no ha sido especialmente intenso en España, muy posiblemente porque nuestro país no colaboró en el exterminio del pueblo judío, y por que los conciudadanos judíos que hubieran podido ser exterminados en la II Guerra Mundial habían sido expulsados de una manera aberrante de España a partir del 1400, algo sobre lo que apenas reflexionamos en nuestro país. Por tanto, no queda memoria histórica ni emocionalidad personal con el Holocausto, más allá del repudio de cualquier persona de bien ante ese criminal suceso o algunos conciudadanos nuestros que lo sufrieron, o lo padecieron por derivación, como los españoles republicanos en los campos de concentración nazis.

Sin embargo, frente a las ambivalencias de nuestro Tribunal Constitucional, dando tanta importancia a la libertad de expresión y no asumiendo los criterios de sus homólogos europeos, este órgano judicial no ha sido nada titubeante cuando se ha tratado de ilegalizar partidos políticos que efectuaban apología del terrorismo o, incluso, se negaban a condenar los actos de terrorismo –que no es lo mismo que lo anterior, pero muy similar-. Y esa decisión –que fue muy criticada pero que ha sido beneficiosa- fue perfectamente aceptada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos al afirmar que una democracia tiene derecho a defenderse frente a aquellos partidos políticos que pretenden usarla para destruirla. Es más, la ilegalización vino dada por una “necesidad social imperiosa” y que ello puede ser necesario “en una sociedad democrática”, en especial para mantener “la seguridad, la defensa del orden y la protección y los derechos del otro”.  Y lo dictaminó sin dudar.

Claro está que para la conciencia colectiva de la ciudadanía española, los casi mil asesinatos en manos de ETA y las miles de víctimas del fenómeno terrorista en España nos pesan como una losa y el Tribunal Europeo ha reconocido el derecho a impedir esa libertad, que incluye también la libertad de expresión de enaltecimiento o tolerancia con el terrorismo.

¿España está en el camino de corregir su posición? Entendemos que en el momento presente si. Se pretende modificar el código penal, en trámite en el 2014 en el Parlamento español,  para considerar el negacionismo como una forma de incitación al odio u hostilidad contra minorías, de tal manera que se desea castigar con pena de hasta cuatro años de prisión a quienes “nieguen, trivialicen gravemente o enaltezcan los delitos de genocidios (….) o enaltezcan a sus autores, cuando se hubieran cometido contra un grupo o una parte del mismo, o contra una persona determinada por razón de su pertenencia al mismo, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, la situación familiar o la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, enfermedad o discapacidad, cuando de este modo se promueva o favorezca un clima de violencia, hostilidad, odio o discriminación contra los mismos».

Nuestra conclusión es clara: la libertad de expresión no puede amparar la divulgación de hechos históricos, de manera errónea, infundada o torticera que afecten a ciudadanos vivos que los sufrieron o fueron testigos directos o indirectos, víctimas también, de lo que aconteció. Porque esa negación o tergiversación es un menosprecio a la dignidad –derecho constitucional- y porque además, sin duda, suponen un sentimiento de hostilidad, e incluso de violencia, hacia las víctimas o sus familiares, descendientes o compatriotas, pero también para la ciudadanía en general, que debemos ser protegidos por el poder público y que se garantice nuestra seguridad nacional, que no es otra que la de la democracia y las libertades y el acervo común europeo. Porque en democracia, además, no todo vale, incluso aquello que busca cobijo, de forma sibilina,  bajo el constitucional derecho a la libertad de expresión, porque la democracia tiene derecho y obligación de defenderse de aquellos que quieren destruirla.