El pasado lunes, y a seis días de las elecciones andaluzas, los tres candidatos con representación en el parlamento se encontraron en el segundo debate televisado antes de los comicios electorales. Susana Díaz, Juan Manuel Moreno Bonilla y Antonio Maíllo intercambiaron acusaciones bajo la atenta mirada de 652.000 espectadores (de los cuáles 540.000 eran andaluces) que en algún momento conectaron con la emisión de TVE.

El debate estaba cronometrado, es decir, cada candidato tenía un tiempo estimado para hablar de sus propuestas o de la situación de temas como el paro o la corrupción, con la correspondiente réplica del resto de candidatos.

Todo estaba milimetrado. Por eso, analizando cada una de las intervenciones, podemos llegar a la conclusión de que, excepto el tiempo dedicado a acusarse y a desprestigiar las respectivas políticas de cada uno de los partidos participantes, el resto del discurso estaba tan sumamente preparado que agotaban el tiempo con la última palabra de sus textos.

¿Qué hay de real en los debates televisados? Nada. No hay nada que se deje a la improvisación. Los especialistas en comunicación de los políticos preparan sus gestos, su ropa e incluso el modo en el que deben mirar a la cámara.

Meses de negociaciones preceden a los debates que veremos semanas antes de un comicio electoral. Se cuestiona todo: disposición de los elementos que conforman el plató de televisión, si el presentador interviene o únicamente actúa como moderador, el orden en el que van a participar y, por supuesto, los temas que van a tratar.

Debate es controversia, es discusión. Y lo que realmente vemos a través de nuestros televisores se llama monólogo. Quizá con sus gestos e intervenciones quieran aparentar naturalidad o dar frescura a sus discursos, pero solo interpretan sus papeles escritos por especialistas en comunicación. Nuestros ojos se dirigen a unos candidatos que dicen unas palabras que no son (del todo) suyas, nuestros oídos escuchan un discurso que ellos solo se dedican a interpretar.

Por eso, no se extrañen cuando la jornada posterior al debate muchos medios se pregunten quién ha ganado. Para cada partido ganó su candidato. Pero lo cierto, es que (salvo contadas excepciones) nuestros políticos no ganan, ni siquiera, una estatuilla como mejores actores secundarios.