Título I de la Constitución española, capítulo II, sección primera. Artículo 16.3. “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.
España es un estado declaradamente aconfesional, empecemos por ahí. Sin embargo, y bajo la supuesta atención que el mencionado artículo señala respecto a las relaciones Iglesia-Estado, la primera se beneficia no poco de las exenciones económicas y los privilegios fiscales que el Estado le otorga en calidad de su trabajo a la sociedad como salvaguarda para una “otra” posible vida. Que se rían los Borgia allá donde estén, porque la relación entre el poder temporal y el poder espiritual todavía queda algo difusa.
En primer lugar, porque la Iglesia católica sigue financiándose gracias a los impuestos de millones de españoles. No sólo a través de la famosa casilla del IRPF por la que se benefician de más de 200 millones de euros. Principalmente, y es una cuestión polémica, por la exención de impuestos sobre las propiedades inmuebles, bajo cuya ley se amparan todo tipo de ONGs y sociedades sin ánimo de lucro. Y es que las propiedades eclesiásticas beneficiadas de ella supondrían una cuantía para el Estado nada desdeñable. ¿De verdad hace falta dicha medida para las propiedades de la Iglesia cuando la misma obtiene hasta más de 11.000 millones anuales entre donaciones, ayudas estatales y subvenciones.
Una riqueza de la que algunos exponentes de la institución religiosa han hecho ostentación hasta el punto de levantar el recelo entre los propios creyentes. Tal ha sido el caso de Antonio María Rouco, cardenal retirado por la misma Iglesia, que sufrió una serie de protestas de la mano de asociaciones católicas por su poco ejemplar modo de vida en una residencia valorada en 1´7 millones de euros.
Pero el beneficio de la Iglesia no sólo abarca los bolsillos. La educación es uno de los campos más cultivados por el catolicismo. Cierto es, el Estado no posee suficientes recursos como para mantener una educación pública y de calidad para el total de los jóvenes españoles, pero es un problema estructural al que no se le busca dar solución más allá que subvencionando los centros concertados, la mayoría de los cuales se encuentran en manos de órdenes religiosas. A pesar de ello, la media de creyentes que practican el culto acorde con la doctrina católica va en descenso, y mientras un Papa Francisco emite un discurso de tolerancia y cambio, aire fresco para una institución de piedra, no todos los cuerpos eclesiásticos en España parecen adaptarse a ello.
Cuerpos de carácter ultracatólico cuya doctrina influye en la política a través de unos miembros del Partido Popular que se sitúan en contra del aborto o del matrimonio homosexual. El poder cultural sobrepasa las márgenes de lo político para fusionarse con el discurso de los conservadores, y ya sea un Jorge Fernández miembro del Opus Dei o una Ana Botella de los Legionarios de Cristo, el catolicismo se mantiene muy presente en el discurso oficial del Estado.
Sin embargo, y aunque ante la creciente popularidad de partidos como Podemos que defienden una estrcicta separación económica entre Iglesia y Estado, los representantes del Vaticano señalan no tener miedo alguno ante unos partidos que esperan mostrarse más dialogantes que fulminantes con una institución que, se quiera o no, lleva colaborando siglos con el Estado y ha forjado unos lazos difíciles de separar de un día a otro. La polémica está servida.