Puedes leer la primera parte aquí.

En 1867, la política exterior norteamericana conseguía adquirir para la unión los territorios de Alaska y las Islas Hawai. En este proceso de expansión norteamericana, se enfrentaran ante la resistencia de las tribus indias, quieres fueron despojados de sus tierras. En el año 1890, esta resistencia finalizaría tras muchos años de guerra contra las naciones indias, en la famosa masacre de Wounded Knee, donde miles de indios fueron masacrados junto a su jefe Tatanka Yotenka (Toro Sentado) de la Tribu de los Sioux. En el periodo posterior a la guerra civil la política exterior norteamericana estuvo desorientada, lo que frenó el renacer de las ansias expansionistas. El resurgir del expansionismo estuvo asociado a la figura del Secretario de Estado William H. Seward (1801-1872). Seward era un ferviente expansionista que tenía interés en la creación de un imperio norteamericano que incluyera  Canadá, América Latina y Asia. Los planes imperialistas de Seward no pudieron concretarse y éste tuvo que conformarse con la adquisición de Alaska. El territorio de Alaska había sido explorado a lo largo de los siglos XVII y XVIII por británicos, franceses, españoles y rusos. Sin embargo, fueron estos últimos quienes iniciaron la colonización del territorio. En 1867, los Estados Unidos y Rusia entraron en conversaciones con relación al futuro de Alaska. Ambos países tenían interés en la compra-venta de Alaska por diferentes razones. Para Seward, la compra de Alaska era necesaria para garantizar la seguridad del noroeste norteamericano y expandir el comercio con Asia. Por su parte, los rusos necesitaban dinero, Alaska era una carga económica y la colonización del territorio había sido muy difícil. Además, el costo de la defensa de Alaska era prohibitivo para Rusia. En marzo de 1867 se llegó a un acuerdo de compra-venta por $7.2 millones

Los Estados Unidos  experimentaron dos tipos de expansión en su historia: la continental y la extra-continental. La primera es la expansión territorial contigua, es decir, en territorios adyacentes  a los Estados Unidos.  Ésta fue  vista como algo natural y justificado pues se ocupaba terreno  que se consideraba “vacío” o habitado por pueblos “inferiores”. La llamada expansión extra-continental se dio a finales del siglo XIX y llevó a los norteamericanos a trascender los límites del continente americano para adquirir territorios alejados de los Estados Unidos (Hawai, Guam y Filipinas). La expansión de finales del siglo XIX difería del expansionismo de años anteriores por varias razones:

1. Los  territorios adquiridos no sólo no eran contiguos, sino que algunos de ellos estaban ubicados muy lejos de los Estados Unidos.

2. Estos territorios tenían una gran concentración poblacional. Por ejemplo, a la llegada de los norteamericanos a Puerto Rico la isla tenía casi un millón de habitantes.

3. Los territorios estaban habitados por pueblos no blancos con culturas, idiomas y religiones muy diferentes a los Estados Unidos. En las Filipinas los norteamericanos encontraron católicos, musulmanes y cazadores de cabezas.

4. Los territorios estaban ubicados en zonas peligrosas o estratégicamente complicadas. Las Filipinas estaban rodeadas de colonias europeas y demasiado cerca de una potencia emergente y agresiva: Japón.

5. Algunos de esos territorios resistieron violentamente la dominación norteamericana. Los filipinos no aceptaron pacíficamente el dominio norteamericano y se rebelaron. Pacificar las Filipinas les costó a los norteamericanos miles de vidas y millones de dólares.

6. Contrario a lo que había sido la tradición norteamericana, los nuevos territorios no fueron incorporados, sino que fueron convertidos en colonias de los Estados Unidos.

Todos estos factores explican porque algunos historiadores ven en las acciones norteamericanas de finales del siglo XIX un rompimiento con el pasado expansionistas de los Estados Unidos. Sin embargo, para otros historiadores –incluyendo quien escribe– la expansión de 1898 fue un episodio más de un proceso crecimiento imperialista iniciado a fines del siglo XVIII. Las guerras de Cuba y Filipinas ofrecieron grandes ejemplos de valor, aunque al final el resultado en una y otra fue la derrota. Nuestro ejército mal armado y entrenado, en exceso distante de la metrópoli, con unos mandos y una oficialidad capaces, pero con soldados de leva, no obstante aguerridos y en no pocas ocasiones temerarios. El conjunto militar carecía de la debida estructura y dotación para mantener las posesiones patrias en aquellos lugares, por otra parte últimas joyas de la otrora inmensa y opulenta corona. Pese a los imponderables, se derrochó valor, honestidad e inteligencia en las acciones que jalonaron las contiendas. Hace más de un siglo, a comienzos de 1898, la suerte de los últimos restos del Imperio colonial español estaba casi decidido. En Cuba, el capitán general Blanco fracasaba en su intento de pacificación y el gobierno autonómico formado en enero apenas despertó adhesiones. España llegaba políticamente con una década de retraso. Diez años de atraso tenía, también la flota española, único medio para defender las lejanas colonias del Caribe y del Pacífico: en los años setenta aquellos barcos hubieran sido competitivos; a finales del siglo, buena parte de ellos eran anticuados o sólo constituían nombres en las listas de efectivos y los más modernos apenas estaban en situación de combatir por necesitar limpieza de fondos, por jugar con multitud de calibres  que hacían difícil el municionamiento, por falta de adiestramiento en las tripulaciones, por falta, de parte de la artillería pesada en su unidad más moderna, el Colón… Tan mala era la situación general de la Marina, la de la flota encargada de la defensa de las Filipinas resultaba lamentable. Aquella escuadra servía para poco más que combatir a los piratas y hubo de medirse a una flotilla norteamericana, más grande que la española, mucho más moderna  y mejor adiestrada. En este telón de fondo, como historiador he deseado descubrir el panorama en que se movió el conflicto hispano-norteamericano de las Filipinas y sus consecuencias, así como también mostrar el expansionismo norteamericano en el Pacífico y narrar las vicisitudes de la desigual batalla de Cavite, donde la flota española se enfrentó valerosamente a la escuadra norteamericana muy superior, derrotándola, en la que sólo el valor de las tripulaciones de los buques de guerra españoles estuvieron a la altura de las circunstancias