Al igual que, en su día, los vegetarianos comenzaron a posicionarse en ese mercado tan cambiante como es el de las modas o tal y como lo hicieron, posteriormente; los ateos, desde un tiempo a esta parte lo han venido haciendo los miembros de un nuevo movimiento social que han bautizado como «apolíticos».

No me pueden negar que alguno de sus conocidos han alegado  padecer esta condición en pasadas elecciones o cuando han pedido su opinión sobre un determinado escándalo o tratan un tema vinculado a la actualidad política nacional más candente. “Yo soy apolítico, no soy de ningún partido ni tengo ideología”. Señores míos, eso es imposible.

“Que manifiesta indiferencia o desinterés hacia la política”, “Se aplica a la persona que carece de ideología política definida y no muestra ningún interés relacionado con la misma”, “Quién no profesa ideas políticas”, esta son solo algunas de las definiciones que aparecen cuando tecleas la palabra “Apolítico/a” en Google. Hace unos años, era inimaginable que una persona sintiera rechazo hacia la actividad política o que no tuviera ideología. Desde el comienzo de la crisis económica a esta parte parece algo de lo más común. Una nueva moda urbana que carece, bajo mi opinión, de sentido alguno.

Resulta imposible imaginar a un ser humano con intereses y preocupaciones, con capacidad crítica y pensamiento propio, no tener ideología política. Independientemente de su formación o de sus condiciones laborales, sociales o incluso, culturales, toda persona profesa una ideología. Otra cosa muy distinta es que se atreva o no a manifestarla.

En este punto entrarían en juego teorías de la comunicación como la espiral del silencio de Noelle Neumann que sostenía que una persona tiende a ocultar lo que realmente opina a favor de una mayoría o de alguien que muestra una mayor confianza.

Las modas son cíclicas. Como la crisis. Esto me hace pensar que cuando vuelva la crisis, volverá esa manada de personas que se confiesan apolíticos cuando realmente es indudable que una persona no puede deshacerse de sus ideales. Esos que va formando a lo largo de la vida y de los años. Otro asunto muy distinto es el cambio de ideología o de opinión. Muy habitual entre los españoles.

Tan solo hay que estudiar los datos de cualquiera de las elecciones celebradas en la joven democracia española y analizarlos con esa capacidad crítica de la que el universo dotó al ser humano. El trasvase de votos es una constante y muchos de los electores que usted y yo conocemos son capaces de votar a dos siglas contrarias en dos legislaturas consecutivas. Pocos mantienen el mismo voto a lo largo de su vida. Todo un acto de fe, por cierto, teniendo en cuenta la cantidad de casos de “manzanas podridas” que salen cada día en las noticias y que acaban, tarde o temprano, con el candidato perfecto.

Déjense de modas y vuelvan a opinar y a reclamar lo que es suyo porque la novedad de ser apolítico, pasó. Quizá, por eso había tantas personas que decían no ver lo que, en realidad, sí había o se daban casos de gente que pasaba por alto hurtos a la sociedad civil. “Total, soy apolítico y no es de mi incumbencia”. Esa actitud vencida y pasota es la que ha convertido a España en un gobierno sin leyes, en un país sin políticos honrados (salvo excepciones) y una nación de pagafantas.

Cuando quisimos darnos cuenta, había partidos nuevos. Entonces, ya no había tantos apolíticos. La novedad era interesarse por la política.  Volvía a producirse el trasvase de votos y ¡tachán! gobierno en funciones y una investidura que lleva desde el 20D llevándose a cabo.

Es imposible ser apolítico pero, ¡qué bien estaríamos siéndolo!

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