Recuerdo lo que pensé entonces, del mismo modo que si lo estuviese pensando en este instante: “van a freírnos”. Era el 13 de junio de 1977, en el estadio del Rayo Vallecano, que, por aquel entonces, disputaba en segunda división. Yo estaba en el césped, junto a miles de personas. Parecía que hubiesen pulido un cielo, limpio de nubes y un aire dulce y tibio se respiraba en el ambiente. Felipe González, desde el escenario, dijo: “…hay muchos hombres en la Administración del Estado hartos de trabajar para un Gobierno corrupto y contra el pueblo…” En ese instante no pude por menos que mirar a todas partes. De algún lugar aparecería una brigada de antidisturbios y nos molería a palos. Era a lo que estábamos acostumbrados. No sucedió. Se trataba del miedo. Era el miedo albergado en la conciencia durante décadas. Contemplaba a mi alrededor los rostros de los seres desconocidos que me acompañaban y deseaba adivinar en ellos los mismos sentimientos que a mí me inundaban: el miedo, y la ilusión, especial y emocionadamente la ilusión. En aquel entonces, parecía que una vida en blanco y negro comenzaba a inundarse color. De todos aquellos que nos conjugamos aquel día, había amigos que entonces eran seres desconocidos y a los que, a algunos, se los ha llevado ya el torrente de la vida, otros, futuros compañeros de trabajo, algunos, simples posteriores conocidos. Hubo instantes de hondo silencio, en el que se podía escuchar la respiración del que tenías a tu lado. Lágrimas de emoción que brotaban de los ojos. Sonrisas cómplices de esperanza. Cuando se entonó “La Internacional” un escalofrío recorrió la totalidad del estadio. Fue el sumun de lo imposible. Torrentes de lágrimas se desprendían de los ojos de miles de personas con el puño en alto. Gargantas que se sumaban a una sola voz, o que se callaban forzadas por la emoción del momento.

Pero a Felipe González y a los que, en esos tiempos, le rodeaban, se les ha acartonado el alma, petrificado el corazón y paralizado el cerebro. Se han convertido en el enemigo contra el que combatían y, al mismo tiempo, en el enemigo del pueblo. No son sino una caricatura de sí mismos y el desengaño de miles de personas que un día soñaron un mundo diferente y, ante todo, mejor. Ahora combaten despiadadamente lo que ellos fueron, rebaten las frases que ellos mismos emplearon y atacan las ideas que acaloradamente defendieron. Y, aun así, continúan teniendo los mandos del partido al que, tarde o temprano, conducirán al despeñadero.

Mi mente repite la frase: “…hay muchos hombres en la Administración del Estado hartos de trabajar para un Gobierno corrupto y contra el pueblo…” y no se me antoja muy distinta a: “… vamos a trabajar para la gente…” Después de tantos años de desidia, de desesperanza, de agotamiento y asco, y de resignación, en definitiva, he vuelto a percibir, en los ojos de los demás, la misma ilusión que percibo en lo más profundo de mis entrañas, he vuelto a creer en la posibilidad de regeneración de una sociedad podrida. Desconozco si, a la vuelta de diez o quince años, si aún mis huesos deambulan por este mundo y mi mente tiene la lucidez suficiente, volveré a arrepentirme, y me sentiré, igualmente, en parte, culpable. Hoy solo sé que nos merecemos una oportunidad y que cualquier otra opción no es sino llover sobre mojado.