MADRID, ESPAÑA. El miércoles 7 de Enero, aún con la resaca de los Reyes Magos en España, se produjo en París uno de los atentados terroristas que más está sacudiendo las conciencias. Esta vez, no se trató de un ataque perpetrado contra un estandarte de la opulencia económica, como fue el 11S, sino que el ataque fue dirigido a otro tipo de estandarte de la cultura occidental: la libertad de expresión. Puede que esta historia, a estas alturas, sea ya completamente conocida y “je suis Charlie”, pero antes de elegir arroparnos con cualquier bandera, vale la pena examinar si, esa función, bien podría ser realizada por una simple manta. Porque nous ne sommes pas Charlie.
No seriamos Charlie ni por mucho que nos esforzáramos. Desde 1992, con 1177 números a sus espaldas, la redacción parisina ha levantado la ira de beatos de las principales religiones monoteístas del mundo. Siempre han dibujando lo que desean, junto a las letras que han escogido, creando el mensaje que han deseado crear. Dando la espalda, de manera cortante, a una antigua manera de vivir en la que podía comprenderse el sentir fe hacia algo, entrelazando la razón con la sátira. Durante más de treinta años, porque no sólo se ha realizado esto en Charlie Hebdo, sino que también en el periodo Hara-kiri, que contaba con parte de la redacción que sufrió el atentado. Podemos decir que, como otras revistas satíricas, ha ejercido su ateísmo sin complejos, defendiendo, pero sólo con la tinta, sus ideales. Esto que cabe en este simple párrafo, es tremendamente complicado. No es algo que todos seamos capaces de hacer, el enfrentarse a odios de fe, ni que todos desearíamos hacer. A un lado, siempre está el peligro, con el que Charb elegía vivir, según declaraciones de su viuda; y, a otro lado, mucho más fuerte siempre, está la comodidad. Todos sabemos que arriesgarse no es cómodo y Charlie Hebdo, de acuerdo o no con sus publicaciones, se arriesgaba. Y aunque más desde 2006 y las caricaturas de Mahoma, no ha dejado de hacerlo, de una u otra manera, ni un día ni siquiera -y con más razón que nunca- después del atentado.
Pero, en el sentido opuesto a estos razonamientos, en un lugar insospechado al que pocos occidentales echan un ojo, se encuentra otro argumento según el cual no debemos ser Charlie. Frente a la gigantesca cifra de 7.000 millones de habitantes en el mundo, Occidente alberga tan solo a algo más de mil trescientos millones. Es decir: no somos el ombligo del mundo, por mucho que nos empeñemos. Así que volviendo al espíritu racional ateo que defiende Charlie Hebdo, este tan solo representa a una cifra aún más pequeña dentro de ese llamado Occidente. Por lo que en un mundo, principalmente monoteísta, el ateísmo no parece una buena tarjeta de presentación para este, sino sólo para un pequeño rincón -desde el que además es tremendamente complicado conseguir soluciones-. De guinda, habría que añadir, que existe un derecho humano que, precisamente, reconoce está realidad, buscando la protección de todas las culturas y religiones. Esta claro, que desde la perspectiva atea, resulta estúpido que alguien sienta fe hacia un Dios que no ha conocido, pero es que desde esa misma perspectiva extremadamente racional, resultaría completamente absurdo iniciar un fanatismo, según el cual, sentir fe resultara indigno.
El mundo no necesita ningún fanatismo, es una pérdida de esfuerzos adentrarse en luchas metafísicas cuando es la física lo que falla. Nuestra historia continúa estando llena de muertos y, por mucha metafísica, ¡al final siempre es la física lo que falla! Con todas esas guerras que se producen en ciertos lugares, a los que nadie nos dice que miremos. En estos momentos, si se tiene intención de solucionar algo, se precisa del trabajo coordinado de cuantas más perspectivas mejor, cuantos más Estados mejor, cuantas más empresas mejor, cuantas más organizaciones mejor y cuantos más individuos mejor. Y en este escenario, ya no es necesario cobijarse debajo de una bandera satisfactoriamente diseñada, solo para encontrarnos los unos a los otros.
No es necesario ser Charlie, no somos Charlie, no tenemos que ser Charlie y, aún así, podemos tener muy clara la importancia de nuestras libertades. Parafraseando a Benjamin Franklin: no puede existir libertad sin libertad de expresión, ni sabiduría sin libertad de pensamiento. Lo que resulta triste de esta nueva bandera, es que nos avisa de lo que nos queda por aprender, porque, tanto la libertad de credo como la libertad de expresión, no sirven de mucho si cualquier planteamiento parte del deber de homogeneizar el pensamiento, así como el discurso.