ESPAÑA. El revuelo social y político que ha provocado la bautizada ley Wert podría tener más que ver con la forma que con el fondo. La forma tiene que ver con cómo José Ignacio Wert defiende su propuesta, a capa y espada, a veces con frases polémicas de las que él es conciente; así quizás logra despistar acerca del fondo de la ley, que no aporta nada nuevo a la tradición española de modificar las implantadas por el ejecutivo anterior.

La noticia sería en realidad que un ministro de esta cartera dejara ‘vivir’ la legislación que encuentra vigente cuando accede al cargo. No en vano, da la impresión que un gobierno es menos gobierno si no hace un cambio en educación; ninguno ha resistido la tentación de realizar ‘mejoras imprescindibles’. Sin embargo, las molestas y sinceras estadísticas aportan luz a una realidad que se aprecia mejor con cierta perspectiva. En contra de cada uno de los argumentos ofrecidos al presentar cada modificación legislativa como la panacea definitiva, los datos del Programme for International Student Assessment (PISA) muestran un empeoramiento en cuanto a la tasa de abandono escolar y rendimientos en lectura, matemáticas o ciencias.

En líneas generales, los ministros de educación ha sido muy poco originales al proponer sus cambios ‘trascendentales’ en esta materia; unas modificaciones que, en el mejor de los casos, a la larga han resultado ineficaces. El hecho de que la construcción de un sistema educativo se base en buena medida en la necesidad de consolidación del mismo a lo largo del tiempo – además de otros factores como consenso entre los principales actores que intervienen en la enseñanza – entra en contradicción con concepciones políticas que con suerte se prologan apenas ocho años. Como resultado, un alumno que acabe la educación secundaria obligatoria hoy habrá conocido, como mínimo, dos sistemas educativos diferentes. Esta vacuidad en cuanto al contenido de las leyes se ejemplifica claramente en la relevancia que se les ha querido dar en los últimos años a materias tan irrelevantes académicamente como educación para la ciudadanía o religión, ya que, al margen de su utilidad en la enseñanza de unos valores determinados, no se dirigen a mejorar los fallos sistemáticos que señalan las estadísticas internas o PISA.

De todos es sabido que el finés es uno de los mejores sistemas educativos del mundo y muchos se pregunta por qué no se importa ese sistema a otros países. Dado que la educación es un factor directamente ligado a la sociedad en la que se desarrolla, el único aspecto de la exitosa gestión finlandesa que podría importarse a España es mantener la legislación en el tiempo; pero no cualquier planteamiento, sino uno, solo uno consensuado con todas las partes involucradas en la enseñanza: padres, alumnos, docentes. El legislador debe cesar en el uso de la educación como herramienta política para que los ciudadanos dejen de percibirla como un elemento diferenciador y pasen a asumirla con un rasgo común e identificativo de la sociedad misma. En contra de lo que pueda parecer, el actual presidente del gobierno es consciente de esta necesidad; tanto es así que en la sesión de investidura del cargo que ejerce en la actualidad señalaba que “no podemos permitirnos el lujo de replantear el modelo de nuestra educación al compás de cada cambio de gobierno”.

¿Qué es más inquietante, desconocer el fallo o ser consciente y repetir el error?