El tiempo se acelera, y con él, los flujos migratorios y de información que se diluyen en una red global que alcanza casi cada rincón del globo. Curioso es cómo afecta eso que se ha dado en llamar globalización a la formación de las identidades. Frente a un mundo cada vez más pequeño, más accesible y fácil de conocer, se elevan comunidades, regiones y hasta Estados para reclamar su folclore y formas de vida tradicionales como señas de identidad. Es lo único que les queda, quizás, dada la fragmentación de lo económico y lo político en multitud de actores que toman formas tan diversas como pueden ser la de un alcalde, la de una multinacional o la de una ONG.
Con la crisis económica, el número de parados y la renta media ha descendido mientras las mayores riquezas particulares han visto su patrimonio crecer
Sea como fuere, no se puede mirar a otro lado al comparar una España que en muchos aspectos resultará irreconocible para los que vivieron los años sesenta. El flujo migratorio masivo ha llegado con el milenio para presentarse en forma de comunidades ecuatorianas, colombianas, rumanas o marroquíes repartidas por los grandes centros urbanos peninsulares. ¿Son acaso un problema? No lo creo. El único problema que puede derivarse de la inmigración pueden ser los conflictos sociales derivados de unas diferencias culturales. La escuela se pasó por alto la asignatura de la tolerancia.
Sin embargo, los millones de turistas procedentes de los países “desarrollados” y “civilizados” son recibidos con los brazos abiertos para que gasten su dinero, para que consuman y consuman y no les quede en los bolsillos más que las ganas de volver. Y no es que sea de por sí negativo el modo, sino el discurso con que se diferencian unos y otros tipos de inmigrantes. Son las dos caras de una misma moneda, la de la globalización y la de un mundo en el que no se puede prescindir del resto para seguir hacia adelante. Siempre adelante.
Así, encendemos la televisión, la radio o el ordenador y nos encontramos con la inmigración como uno de los principales problemas, supuesto causante incluso de una crisis cuyas causas verdaderas se alejan no poco. Las cercas europeas se van cerrando poco a poco a miles de refugiados que sólo quieren apartarse de una guerra de la que las potencias del globo no quieren saber nada, aunque sí lo quieran sus empresas armamentísticas. En Estados Unidos, un patético Donald Trump arremete contra la inmigración en el país fundador de la democracia y de las libertades individuales, y uno se pregunta, ¿Dónde están los límites de la democracia?
Sin embargo Estados Unidos, incluso Alemania, son países que nos quedan lejos. Pero en España mismo encontramos un espejo de las políticas que se llevan a cabo en el globo. Desde las altas esferas de la sociedad se busca atajar el problema superficialmente para conseguir el próximo voto. Hay que buscar un “otro”, no tanto un enemigo, sino un Mr Hyde para compararnos y vernos como el Dr Jekyll que queremos ser, y miramos hacia los países donde dominan el autoritarismo, la pobreza o la intolerancia. Y yo me pregunto, ¿Dónde está la democracia cuando uno de cada diez ciudadanos no sabría siquiera cómo funciona el sistema de elección? ¿Dónde quedó el lugar para las utopías y la esperanza en una sociedad más igualitaria?