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Conviene precisar que en el caso de haber intervenido la escuadra alemana en ayuda de la española, Dewey habría logrado la intervención inmediata de una escuadra británica, cuyo comandante le había prometido confidencialmente que le apoyaría. Una vez destruida la escuadra en Cavite, el Archipiélago se convertiría en una plaza sitiada. Luego se produciría el intento patético de enviar una escuadra desde España al mando del Almirante Cámara, pero que se impediría  por las dificultades planteadas por el Gobierno británico a su paso por Suez. A partir de entonces, los días de la soberanía española en Filipinas estaban contados. Las noticias de la rotunda victoria de la escuadra del Pacífico comenzaron a llegar confusamente a Washington vía Madrid y Londres, pero el telegrama oficial de Dewey tardaría casi una semana debido a que la línea con Hong-Kong se hallaba cortada. Es rigurosamente cierto, tal y como han señalado Barbara Tuchman, H. H. Kohlsaat y otros historiadores norteamericanos, que cuando el presidente William Mckinley recibió las primeras noticias de la batalla naval tuvo que mirar el globo terráqueo que tenía en su despacho, confesando que no hubiera podido localizar Filipinas sin un margen de error de por lo menos 2.000 millas. El Secretario de Marina, John Long, había convocado a la prensa en el salón de entrada de su departamento para ofrecer personalmente la noticia. Reunido con sus colaboradores en la oficina de Cifrado, todos leían con entusiasmo las líneas del texto del telegrama de Dewey a medida que se iba descifrando. Cuando el texto iba por la mitad, y cuando los detalles de la victoria estaban ya claros, Theodoro Roosevelt, muy nervioso, no pudo contenerse, salió de la habitación y dirigiéndose a los periodistas les dio la noticia de la victoria de Cavite, afirmando además que éste era su último acto como subsecretario de Marina, pues al día siguiente dimitiría de su cargo para tomar el mando del Regimiento de Voluntarios de Caballería de los Rough Riders y marcharse a combatir a Cuba. Los corresponsales, entre vítores y aplausos, abandonaron el salón y salieron corriendo a telefonear a las redacciones de sus periódicos. Así, cuando John Long apareció con el texto completo del telegrama en la mano, comprobó con disgusto que el salón estaba completamente vacío. El desconcierto del pueblo norteamericano por la guerra de Filipinas se borró de inmediato por la euforia del triunfo. Dicho desconcierto resulto lógico, pues se trataba de una batalla contra un país europeo por una isla del

caribe (Cuba) y se había librado y ganado en el Sureste Asiático, a unas 3.500 millas del Archipiélago de las Hawai (7).

Al comenzar el siglo XX, circulaba por Nueva York la historia de que hasta el día de la batalla de Cavite, la mayoría de los norteamericanos creían que las Filipinas eran un fruto cítrico, no muy diferente de las mandarinas, eso da a entender la ignorancia del pueblo norteamericano, ignorancia que hoy en día todavía persiste. Este entusiasmo popular se desbordó por la calle y el Congreso, convirtiéndose casi de inmediato en una irresistible oleada de expansionismo. Un chasquido hizo fortuna: Do you smake?, yes Manila. El combate de Manila tuvo lugar el día 1 de mayo y el día 7 se anunciaba al comodoro Dewey el envió de una expedición al mando del almirante Wesley Merit para ocupar las islas Filipinas. Según el conde de Romanones, en su biografía de Sagasta (Madrid 1993), cuando las noticias del desastre de Cavite llegaron a Madrid el mismo 1 de mayo, el presidente del Gobierno, Práxedes Mateo Sagasta, que había pasado la noche en vela, estaba dominado por una agitación nerviosa imposible de vencer. Para buscar alivio, salió de paseo por la tarde y al atravesar Madrid, en la hora de los toros, contempló a la muchedumbre que se dirigía a la calle de Alcalá (entonces carretera de Aragón) en alegre tropel hacia la plaza. José Francos Rodríguez, testigo de la jornada, cuenta en “El año de la derrota” (Madrid, 1930) que la corrida fue pésima y que al salir el público  de la plaza empezaron a cundir noticias angustiosas. Un periódico instalado en la calle de Alcalá puso un cartelón llamativo, conteniendo detalles sobre el desastre. Con las primeras luces de la noche, surgieron grupos de manifestantes todos irritados contra el Gobierno. Las circunstancias obligaron a Sagasta a acudir al Congreso. El día 2, a las 10:00h. de la mañana, se celebró una misa solemne en la catedral de Madrid por los héroes de Cavite. El Rvdo. Luis Calpena, Magistral de la Real Capilla de Su Majestad y Capellán Mayor de la basílica de San Francisco el Grande, gran orador de aquella época, dice en la homilía:

“(Los norteamericanos) son bárbaros que no salen esta vez de los abrasadoras arenas del mediodía ni de los hielos del Norte, ni vienen desnudos como los teutones ni envueltos en pieles de pantera como los cimbrios. Como las tribus bárbaras no tienen más ideal que la codicia ni más código que las desenfrenos de la voluntad… Decidlo así, madres, a vuestros hijos cuando os pidan el último beso como bendición para marchar a la guerra; predicadlo así, sacerdotes, al pueblo; arengad así, oficiales, a vuestros soldados: decidles lo que el inmortal Churruca a sus marinos en Trafalgar: “Hijos míos, en nombre de Dios yo os prometo la bienaventuranza a todos los que mueran cumpliendo sus santos deberes…” 

Conocida la derrota de Cavite, de la que los periódicos dieron cuenta el día 2 de forma atenuada, se forman manifestaciones espontáneas en diversas localidades españolas. En Madrid se profieren gritos contra Sagasta y Moret a la puerta de sus domicilios y de adhesión al general Valeriano Weyler. El espíritu patriótico se mezcló en las calles con la reacción de los nuevos impuestos del consumo. El gobierno optó por prohibir la exportación de cereales y suspendió las garantías constitucionales. Ante el temor de trastornos de orden público, se transmitió la orden de Estado de guerra. Pese a la gravedad de la situación, la gente volvió por la tarde a la corrida de toros y continuó la fiesta. Como era de esperar, el impacto del desastre naval en Cavite fue enorme. El Gobierno de Sagasta intento cambiar la situación enviando la escuadra de reserva, muy heterogénea e integrada por los únicos barcos de guerra que disponía la Armada; el acorazado Pelayo, lento y de escasa autonomía; el Emperador Carlos V, un crucero protegido con un extraordinario campo de acción; tres destructores idénticos a los de la Escuadra del almirante Cervera; nueve acorazados auxiliares; transatlánticos comprados a Alemania y transportes de carbón, además de un pequeño contingente de tropas. Esta Escuadra auxiliar zarpo el día 16 de junio hacia las Filipinas al mando del almirante Cámara. La ruta que tomo esta escuadra era la más corta, esta es la del Mediterráneo y el Mar Rojo a través del Canal de Suez; pero, aquellos buques, cuyo apoyo a la ya destrozada escuadra española del Pacífico de poco podía servir, no llegaría a su destino. El Gobierno de Londres no negó el paso a la escuadra por el Canal de Suez, pero creo dificultades por las gestiones realizadas por el vicecónsul norteamericano en El Cairo. A los barcos españoles se les negó el permiso para carbonear y se les urgió para que abandonaran la zona del Canal en veinticuatro horas.  La escuadra del almirante Cámara navegó unas siete millas por el Mar Rojo, llegándole el 8 de julio la orden de regresar de inmediato a España. Se debió a que el Gobierno se temió el amago norteamericano de enviar una pequeña escuadra al mando del comodoro Watson contra las costas peninsulares españolas. No obstante, como señala el teniente general Manuel Díaz-Alegría, resulta más dudoso que aquella escuadra hubiera podido desempeñar su misión, lo que hubiera supuesto un nuevo desastre (8). Un mes después, el 24 de agosto de 1898, se firmaría la capitulación de Manila, lo que pondría término a más de cuatro siglos de presencia española en el archipiélago filipino. Mientras que para España supondría el cierre de una página de su historia, para los norteamericanos, transformados de libertadores en colonialistas, ocupando Puerto Rico, Cuba y Filipinas, se abriría otra: Les esperarían tres largos años de combates contra sus propios aliados filipinos. El imperialismo norteamericano se extendió durante el siglo XIX tanto en la esfera continental –la conquista del Oeste y de extensos territorios mexicanos– como marítimo. Su expansión industrial desarrolló una amplia red de comercio, en especial en el Océano Pacífico. Un hito en este crecimiento comercial fue la apertura de los puertos japoneses, conseguida por medios contundentes por el comodoro Perry, en 1853. Tras el paréntesis de la Guerra de Secesión (1861-1865) promovió una política imperialista dirigida tanto hacia el Pacífico como al Caribe. Así, en 1867, compró Alaska a Rusia y se anexiono las islas Midway, mientras sus hombres de negocios establecían plantaciones en Hawai.

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