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En 1775 da inicio oficialmente la lucha armada contra los británicos, el 19 de abril un grupo de colonos rebeldes intenta tomar un depósito de armas en Concorde. Un batallón de soldados ingleses sale de Boston para impedirlo, se enfrentan en la Batalla de Lexington, iniciando así la Guerra por la Independencia Norteamericana. Las dos primeras batallas tuvieron lugar en Middlesex County, Massachusetts, en los pueblos de Lexington, Concord, Lincoln, Arlington y Cambridge. Los colonos organizaron a toda prisa las milicias civiles y se acordó nombrar a George Washington, rico aristócrata, ex teniente y coronel del ejército británico, como su líder. Washington controlaba una enorme cantidad de capital financiero y creía que había sido injustamente acusado por los británicos de fiascos en la Guerra franco-india, que a su juicio no fueron culpa suya. El desarrollo inicial fue claramente de dominio inglés, pero su curso cambiaría cuando tras la Batalla de Saratoga, primera gran victoria estadounidense, Francia y posteriormente España entrasen en guerra apoyando a los independentistas norteamericanos.
Los “continentales” se aliaron con el Reino de Francia (Tratado de Alianza de 1778) y con el Reino de España (Tratado de Aranjuez de 1779), lo que equilibró las fuerzas entre los contendientes, tanto terrestres como navales. Los dos principales ejércitos británicos fueron vencidos por el Ejército Continental (George Washington) en Saratoga (octubre de 1777) y Yorktown (octubre de 1781), lo que significó de hecho la victoria militar de los Estados Unidos, el Segundo Congreso Continental pasó a ser el Congreso de la Confederación con la ratificación de los Artículos de la Confederación (1 de marzo de 1781). El Tratado de París (3 de septiembre de 1783), ratificado por Gran Bretaña y por ese nuevo gobierno nacional, supuso el final de iure de la guerra entre ambos y de toda pretensión británica sobre su territorio. El Tratado de Paz de Versalles, que se firmó el 3 de septiembre de 1783, Inglaterra se ve obligada a reconocer la independencia de las 13 colonias británicas, tal y como éstas habían redactado en la famosa Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776. El Tratado puso fin a la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. El cansancio de los participantes y la evidencia de que la distribución de fuerzas, con el predominio inglés en el mar, hacía imposible un desenlace militar, condujo al cese de las hostilidades. El tratado fue firmado por David Hartley, miembro del Parlamento del Reino Unido que representaba al Rey Jorge III, John Adams, Benjamin Franklin y John Jay, representantes de los Estados Unidos. El tratado fue ratificado por el Congreso de la Confederación el 14 de enero de 1784 y por los británicos el 9 de abril de 1784. En general los logros alcanzados pueden juzgarse como favorables para España y en menor medida para Francia a pesar del elevado coste bélico y las pérdidas ocasionadas por la casi paralización del comercio con América un pesado lastre que gravitaría sobre la posterior situación económica francesa. Por otra parte, el triunfo de los rebeldes norteamericanos sobre Inglaterra no iba a dejar de influir en un futuro próximo sobre las colonias españolas. Esta influencia vino por distintos caminos: la emulación de lo realizado por comunidades en similares circunstancias, la solidaridad de los antiguos colonos con los que aún lo eran, la ayuda de otras potencias interesadas en la desaparición del imperio colonial hispano, etc. Pero estos aspectos se manifestaron de un modo claro durante las Guerras napoleónicas. Una vez lograda la independencia, resultó muy complicado poner de acuerdo a todas las antiguas colonias sobre si seguían como estados independientes, o se reunían en una sola nación. Tras varios años de negociaciones, en 1787, 55 representantes de las antiguas colonias se reunieron en el Congreso de Filadelfia con el fin de redactar una constitución. Durante los primeros años hubo dudas sobre si las Trece Colonias seguirían cada una su camino como otras tantas naciones independientes, o si formarían una única nación. En un nuevo congreso celebrado otra vez en Filadelfia (1787), acordaron finalmente una solución intermedia, conformando un estado federal con una compleja repartición de funciones entre la Federación y los estados miembros, bajo el mandato de una única carta fundamental: la Constitución de 1787. La Federación, denominada Estados Unidos de América, se inspiró para su creación y para la redacción de su carta magna (sobre todo de las numerosas enmiendas que hubo que añadir progresivamente a los siete artículos iniciales) en los principios fundamentales promovidos por la Ilustración, además de en la práctica política del autogobierno local experimentado durante más de un siglo, e incluso en el ejemplo de un peculiar sistema político indígena americano (la confederación iroquesa). El sistema político se basó en un fuerte individualismo y en el respeto a los derechos humanos (aunque en su cultura política se expresaron como derechos civiles), entre los que destacaban las mayores garantías nunca existentes en ningún ordenamiento jurídico anterior a la neutralidad del estado en cuestiones propias de la vida privada y al respeto a las libertades públicas (conciencia expresión, prensa, reunión, participación política y posesión de armas) y concretamente a la propiedad privada como vehículo para la búsqueda de la felicidad (Life, liberty and the pursuit of happiness). La construcción de la democracia, en muchas de sus implicaciones, como el sufragio universal, no fue de rápida consecución, especialmente en cuanto a los problemas de la esclavitud que diferenciaba a los estados del norte y el sur; y la relación con las naciones indias, por cuyos territorios se expandieron. Las nociones de república e independencia pasaron a ser dos referentes simbólicos de la nueva nación, y durante mucho tiempo, características casi exclusivas frente al resto del mundo. Estados Unidos mantuvo el papel de Estado periférico durante el siglo XIX pese a su importante desarrollo industrial y marítimo. Su política externa fue aislacionista, adoptando un proteccionismo en materia comercial y una autonomía heterodoxa respecto de Gran Bretaña. No obstante, pese a que no hubo acuerdo expreso, siguió las mismas pautas británicas de evitar la intervención europea en América. Este es el espíritu de la Doctrina Monroe. Pese a su actitud aislacionista, procuró aprovechar al máximo las debilidades de las potencias europeas, a fin de encontrar un camino autónomo.