Sería el nombre que reciben los planes y programas políticos que inspiraron el expansionismo de los Estados Unidos de Norteamérica, tras la incorporación de importantes territorios que habían pertenecido al imperio español y en su dialéctica con las realidades imperiales entonces actuantes –Gran Bretaña, Rusia, Francia, &c.–, sintetizados por el presidente Santiago Monroe en su intervención del 2 de diciembre de 1823 ante el Congreso norteamericano, y que se pueden resumir en tres puntos: no a cualquier futura colonización europea en el Nuevo Mundo, abstención de los Estados Unidos en los asuntos políticos de Europa y no a la intervención de Europa en los gobiernos del hemisferio americana. Podríamos afirmar desde el punto de vista histórico, analizando los antecedentes de la Doctrina Monroe que surgieron a raíz del En el Congreso de Verona, celebrado desde mediados de octubre al 14 de diciembre de 1822 [que se suele interpretar como la última reunión de la Santa Alianza europea, constituida inicialmente en París el 26 de septiembre de 1815 entre el rey de Prusia y los emperadores de Austria y Rusia], se decidió ayudar al restablecimiento del absolutismo en España, facilitando que Fernando VII recuperase el poder con la ayuda de losCien mil hijos de San Luis que pusieron fin al trienio liberal, previa una nueva ocupación militar francesa de España (abril a octubre de 1823). Temerosa la Gran Bretaña de una ofensiva absolutista franco española en las repúblicas hispano americanas que durante el trienio liberal español habían avanzado en su consolidación nacional, el ministro de exteriores británico, Jorge Canning, propuso al embajador norteamericano en Londres, Ricardo Rush, una declaración conjunta que frenase tal potencial intervención, de la que ofrecemos su texto vertido a la lengua:

Propuesta de declaración conjunta británico-norteamericana sobre las colonias de España en América (dirigida por el ministro Jorge Canning al embajador norteamericano en Londres, Ricardo Rush, el 16 de agosto de 1823) 

«Mi Querido Señor:

Antes de dejar la Ciudad, deseo traer a su atención de una manera más concreta, pero aún de manera no oficial y confidencial, la cuestión que comentamos brevemente la última vez que tuve el placer de verle.

¿No es llegado el momento cuando nuestros dos Gobiernos puedan entenderse con respecto a las Colonias de España en América? Y si podemos llegar a un entendimiento así, no sería oportuno para nosotros y beneficioso para el resto del mundo, que sus principios queden claramente fijados y simplemente expuestos.

Por nosotros no hay disfraz.

1. Concebimos la recuperación por España de las Colonias como un imposible.

2. Concebimos su reconocimiento como Estados Independientes como una cuestión de tiempo y de circunstancias.

3. No estamos, sin embargo, dispuestos a poner ningún impedimento a un arreglo entre ellas y

la madre patria por medio de negociaciones amistosas.

4. No pretendemos nosotros la posesión de ninguna porción de ellas.

5. No podríamos ver con indiferencia la transferencia de ninguna porción de ellas a otra potencia.
Si estas opiniones y sentimientos son, como creo firmemente, comunes entre su Gobierno y el nuestro, ¿por qué hemos de vacilar en confiárnoslas mutuamente; y en declararlas abiertamente al mundo?

Si hay otra potencia europea que abriga otros proyectos, que mira a una empresa bélica para subyugar a las Colonias, por parte o en nombre de España, o que medita la adquisición para sí de alguna parte de ellas, por cesión o por conquista; tal declaración por parte de su gobierno y del nuestro sería el modo, a la vez el más efectivo y menos ofensivo, de intimar nuestra desaprobación conjunta de tales proyectos.

Ello a la vez pondría fin a todos los celos de España respecto de las Colonias que le quedan, y a la agitación que prevalece en esas Colonias, una agitación que no sería sino humano calmar; estando decididos (como estamos) a no beneficiarnos de alentarla.

¿Concibe Ud. que esté autorizado, bajo los poderes que ha recibido recientemente, para entrar en negociaciones y firmar alguna Convención sobre este asunto? ¿Concibe que, si no está dentro de sus competencias, pueda Ud. intercambiar conmigo notas ministeriales sobre el tema?
Nada podría ser más satisfactorio para mí que unirme a Ud. en tal trabajo, y estoy persuadido que en la historia del mundo rara vez ha habido la oportunidad para que tal pequeño esfuerzo de dos Gobiernos amigos pueda producir un bien tan inequívoco y evitar unas calamidades tan amplias. Yo estaré ausente de Londres no más de tres semanas a lo sumo: pero nunca tan distante que no pueda recibir y responder a cualquier comunicación, antes de tres o cuatro días.»