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CHILE. El presidente de Chile Sebastián Piñera usó su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas de esta pasada semana para congratularse por el crecimiento económico sostenido de su país. Según el presidente esta prosperidad se debe a la exitosa transición a la democracia que tuvo lugar en Chile en 1990, cuando el dictador Augusto Pinochet se vio forzado a abandonar La Moneda después de perder un referéndum nacional. La positividad del presidente sin embargo no es compartida por la mayoría de los chilenos y sólo mediante cambios estructurales radicales se podrían abordar los retos sociales y económicos que afrontará Chile en la siguiente década.

La responsabilidad recaerá en el ganador de las elecciones presidenciales que tendrán lugar en el próximo 17 de noviembre. Existe una cuestión que requiere atención inmediata: el legado de Augusto Pinochet. Más de 20 años después de que se reinstaurara la democracia en Chile, un 75% de los chilenos cree que las huellas del dictador persisten, según un reciente estudio del Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea.

Considerando estos datos, no es de extrañar que Michelle Bachelet, ex-presidenta y principal candidata de la izquierda, sea la favorita para ganar las elecciones con un 44% de los votos según la última encuesta oficial del Centro de Estudios Públicos. Evelyn Matthei, la candidata de la derecha, solo cuenta con el apoyo del 12% de los votantes; Matthei es la hija de uno de los generales que se mantuvieron fieles a Pinochet hasta el final, Fernando Matthei. Aunque diversos sectores de la sociedad civil se han disculpado por su apoyo indirecto al dictador, Evelyn Matthei ha declarado públicamente que ella no se disculpará porque “tan sólo” tenía 20 años cuando el golpe tuvo lugar.

Bachelet ya ha recogido el mandato de su pueblo y ha prometido reformar la Constitución, la cual fue aprobada por Pinochet en 1980 y reformada antes que abandonara el poder para preservar ciertas instituciones, limitar libertades básicas y circunscribir la oposición política. Pero los problemas con la vigente Constitución no son sólo formales: los límites y rigideces fueron establecidos para garantizar que las políticas neoliberales que Augusto Pinochet aplicó desde el inicio de su dictadura militar continuaran durante la democracia. Aunque los chilenos han elegido mayoritariamente a presidentes de izquierdas desde 1990 (Piñera fue el primer conservador en llegar al poder desde que acabó la dictadura), Pinochet puede sonreír: ninguno de ellos, incluida Bachelet, han dado ningún paso significativo para cambiar las políticas económicas o corregir la descarada desigualdad en que viven los chilenos.

Chile puede declarar con orgullo que ha estado creciendo sostenidamente a un ritmo del 6%, siendo uno de los países en América Latina en desarrollarse más rápido. Pero Chile también es, según la OCDE, el país de América Latina con un nivel más alto de desigualdad en ingresos, derivada de graves problemas estructurales.

Uno de estos problemas es que Chile no tiene un sistema público de Educación Superior y sólo dedica un 0,4% de su PIB a esta prestación social según J. Patrice McSherry y Raúl Molina Mejía (datos publicados en la edición Noviembre/Diciembre de NACLA en 2012). Este porcentaje debería incrementarse drásticamente si Chile aspira a «producir» su propio talento y futuros líderes. La consecuencia de esta falta de inversión es que Chile tiene las universidades más caras de América Latina, cuatro veces más caras que las de España según NACLA: los estudiantes de clase media o baja están ahogados por las deudas ya que las tasas de matriculación son más altas que el salario mínimo nacional, de sólo 350 dólares al mes. El 80% de los estudiantes universitarios no llegan a graduarse por dificultades económicas.

Esta terrible situación ha provocado protestas desde 2006, llegando a ser más de 150.000 personas las que se manifestaron el pasado abril en Santiago pidiendo una mejor educación. A las constantes protestas estudiantiles hay que añadir las huelgas generales protagonizadas por los trabajadores de la CUT (Central Unitaria de Trabajadores), el principal sindicato del país. Los trabajadores, además de apoyar a los estudiantes, piden cada vez con más fuerza un nuevo código de trabajo, un sistema público de pensiones y la renacionalización de recursos naturales esenciales como el cobre, privatizado por Augusto Pinochet.

El principal legado de Pinochet no es la Constitución que impuso sobre el Chile democrático, sino las injustas políticas económicas y las desigualdades que han generado. Estas políticas neoliberales deben ser abandonadas inmediatamente o un mayor desarrollo económico y social en Chile se verá frustrado por el creciente malestar social y una galopante desigualdad que ninguna nación ascendente, y aún menos una que aspira a formar parte del selecto club de las naciones más ricas, debería permitir.

La OCDE, en su informe del 2012, ya proporcionó un análisis profundo y magníficas sugerencias que Chile debería seguir: «La brecha de ingresos de Chile con los países más avanzados de la OCDE sigue siendo amplia, sobretodo debido a la baja productividad. La pobreza y desigualdad también permanecen altas comparadas con otros países de la OCDE, en parte porque el sistema fiscal y de prestaciones hace muy poco para redistribuir ingresos […]. A pesar de un fuerte crecimiento económico, la desigualdad ha persistido los últimos 20 años –sin menospreciar una modesta mejora en los últimos años– y la movilidad social inter-generacional es baja». El mismo informe sitúa el reto de Chile en mantener un alto crecimiento, combinado con una distribución de las ganancias más equitativa socialmente.

Todos los candidatos y partidos políticos, y especialmente Michelle Bachelet, deberían reconocer el reto al que se enfrentan y acudir a las urnas conscientes de que el mandato que recibirán en Noviembre será no sólo una posibilidad histórica para influir en el futuro de su país, sino también una carga muy pesada.