Puedes leer la undécima parte aquí.

RELACIONES EXTERIORES

Relaciones con Rusia

La existencia de fronteras comunes entre la Rusia zarista y el imperio Qing obligó a ambos países a mantener relaciones diplomáticas desde el siglo XVII. Sin ir más lejos, durante el reinado del emperador Kangxi representantes rusos visitaron Pekín en misión diplomática. Fruto de esos contactos, en 1689 se firmó el primer tratado entre China y un país europeo: el Tratado de Nérchinsk. En dicho tratado se definían las fronteras del noreste de China: el río Amur (黑龙江, Heilongjiang) y las montañas Xing’an. Dos jesuitas ejercieron como intérpretes para la delegación china. El tratado se redactó en tres lenguas: manchú, ruso y latín.

En 1727 se firmó otro acuerdo entre ambos países, el Tratado de Kiatcha, por el que se acordó que cada tres años una caravana rusa compuesta por unas 200 personas podría recorrer China y Mongolia para comerciar. También se estableció una misión diplomática rusa permanente y una iglesia ortodoxa en Pekín. No obstante, en el siglo XIX las relaciones entre ambos países se deterioraron a causa de las ansias de conquista del Imperio ruso en Manchuria y en el Xinjiang. Entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del siglo XX, Rusia arrebató a China la parte oeste del Turquestán chino, la actual Mongolia y la isla de Sajalín, amén de ocupar durante largo tiempo las actuales provincias de Heilongjiang, Jilin y Liaoning, todas ellas en la región de Manchuria.

Relaciones con Occidente

Las relaciones entre China y Occidente se remontan a la dinastía Ming. Matteo Ricci, jesuita italiano, tuvo una gran relevancia en ellas, ya que al ser un hombre que no tuvo complejos en adoptar la lengua y las costumbres chinas consiguió que la corte Ming viera con buenos ojos a los jesuitas y por ende a los europeos en general.

El jesuita Matteo Ricci | vía Google

El jesuita Matteo Ricci | vía Google

Otro jesuita, el alemán Adam Schull von Bell, fue testigo de la conquista manchú de China y se dice que ayudó a la resistencia Ming fabricando para ella cañones modernos. Más tarde puso sus conocimientos al servicio de los manchúes y se convirtió en el astrónomo del emperador Shunzhi, el primer emperador de la dinastía Qing que gobernó sobre toda China. Posteriormente fue acusado de alta traición por un cortesano chino que se había convertido al islam y que odiaba a los jesuitas.

El emperador Kangxi fue el último que toleró a los jesuitas, y aunque después de él aquellos no fueron bien vistos por los chinos, cabe decir que ello fue por culpa de la Iglesia de Roma. Esta quería acabar con los ritos de veneración confucianos que seguían observando los chinos convertidos al cristianismo, lo cual enfureció al propio emperador Kangxi. El último jesuita con influencia en la corte fue el flamenco Ferdinand Verbiest. Tras él, y hasta las Guerras del Opio, tras las cuales Occidente obligó a China a aceptar a sus misioneros, los jesuitas fueron disueltos por orden del Papa de Roma.

Aunque los conocimientos de los jesuitas no ayudaron a generar una revolución tecnológica en China debido a que restaban en el ámbito de la corte, sus escritos, en cambio, viajaron hasta Europa en pleno siglo de la Ilustración y fueron recibidos con pasión y entusiasmo. Durante los siglos XVII-XVIII, Europa era una apasionada de China y lo siguió siendo hasta la primera Guerra del Opio. Dicha pasión era inducida por los relatos que describían una China riquísima, en la que reinaban la paz y el orden y donde el lujo y el refinamiento alcanzaban límites insospechados, todo ello siendo una visión más parcial que real.

China ejerció una gran influencia en el pensamiento de filósofos como Leibniz y Voltaire. El primero en su Teoría de las Mónadas, y el segundo en su visión del despotismo ilustrado. Los exámenes imperiales o confucianos fueron conocidos en esa época por los europeos, y como es bien sabido, posteriormente la República francesa primero, y todo el mundo después, los adaptaron a la modernidad y los convirtieron en las célebres oposiciones para la adjudicación de plazas de funcionario.

La fama de China también atrajo a comerciantes y aventureros europeos. Desde antes del advenimiento de la dinastía Qing, españoles, portugueses y holandeses arribaban con frecuencia a las costas del sur de China para comerciar o ejercer la piratería. En el siglo XVIII llegaron los británicos. Los británicos comerciaban desde la India mediante la Compañía Británica de las Indias Orientales, que tenía el monopolio del comercio con Asia. Gran Bretaña adquiría seda, porcelana y sobre todo té, brebaje que se convirtió en el producto de consumo más popular de Inglaterra, puesto que contaba con el beneplácito del gobierno británico, el cual quería lograr que su población se «desenganchara» de la ginebra y la cerveza.

Al contrario de lo que cabría pensar, la popularización del consumo del té no tuvo consecuencias tan positivas para Gran Bretaña a nivel fiscal, puesto que las arcas del país dependían sobremanera del impuesto sobre el comercio de la hoja del té. Todas las importaciones británicas desde China se pagaban con la plata que Londres obtenía de América. El grifo se cerró cuando las 13 colonias americanas se independizaron. Por eso, el rey Jorge III envió una misión diplomática a China que para muchos representa el fin de las buenas relaciones entre el Imperio del Centro y Occidente: la embajada de Lord Macartney a la corte de Qianlong, en 1793.

Caricatura de la recepción concedida a la embajada de Lord Macartney | vía Google

Caricatura de la recepción concedida a la embajada de Lord Macartney | vía Google

Lord Macartney llegó a China con muchos presentes para agasajar al emperador Qianlong, pero sin apenas información sobre la idiosincrasia del país. Llevó consigo a dos chinos que estudiaban en Italia para que ejercieran la función de intérpretes. Lord Macartney fue a China pensando que podía tratar con los manchúes de igual a igual, sin saber que para estos él no era más que un siervo que debía rendir tributo y pleitesía. Lord Macartney se negó a postrarse ante el emperador, lo cual sentenció su misión, que fue expulsada con cortesía pero sin contemplaciones junto con todas sus ofrendas.

En su relato sobre el viaje por China, Lord Macartney escribió: «China es como un viejo buque de guerra. Tal vez no se hunda inmediatamente; tal vez vaya a la deriva durante un tiempo como un barco náufrago, pero a la postre se estrellará contra la orilla. Mas una vez lo haya hecho ya nunca podrá ser reconstruido sobre su viejo casco.» Algunos historiadores consideran que dicha embajada fue el detonante de la primera Guerra del Opio, ya que si bien casi 50 años la separan del inicio de la guerra, fue a partir del fracaso de la embajada de Lord Macartney cuando Gran Bretaña tomó conciencia de que para abrir el mercado chino se necesitaba algo más que respeto y buenas intenciones.

Comenta este artículo en nuestros perfiles de redes sociales en Twitter, Facebook e Instagram. ¡Tu opinión importa!